El Partido Comunista Chino

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El pasado 2 de julio se celebró el el centenario de la fundación del Partido Comunista Chino (PCCh) una meritocracia gigantesca integrada por noventa millones de camaradas que controlan con mano de hierro al gobierno, a las Fuerzas Armadas, al aparato de seguridad, la política, la cultura, la economía y también a 1400 millones de chinos, que se dice pronto. Su poder es inmenso porque el Partido es a la vez el motor y el freno de cuanto hace o intenta China. Motor en cuanto fuerza de desarrollo económico y progreso social, su principal fuente de legitimidad, y freno porque su propia estructura rígida y piramidal y la ausencia de libertad lastran las posibilidades de innovación. Porque sin debate no hay progreso.

Se dice que el presidente  Xi Jinping quiere emular a Mao y que  por eso ha querido también plasmar su “pensamiento” en la Constitución, al igual que ha abolido la limitación de  mandatos para eternizarse en el poder como también hizo Mao. Y puede ser cierto, aunque en mi opinión lo que de verdad le preocupa no es tanto ser Mao como no ser Gorbachov, que estas Navidades hará justamente treinta años que acabó con la URSS. Xi quiere asegurar la supervivencia de la Revolución comunista y para ello confía en el Partido, que es una organización omnipresente que garantiza que nada escape al control gubernamental. El Partido todo lo ve, todo  lo oye, todo lo sabe y como ha dicho el propio Xi Jinping “es el  este, el oeste, el norte y el sur”.

Estos últimos días el Partido Comunista Chino se ha reunido para hacer una revisión a fondo de la historia de China porque ya se sabe que, como dijo Orwell, “el que controla el pasado controla futuro, y el que controla el presente controla el pasado” y el PCCH ha aprendido bien la lección y la pone en práctica. No habría mejor alumno. Y revisa esa historia milenaria a la luz del Pensamiento de Xi, que aparece así a la altura de Mao Zedong. Este fue el fundador de la China actual, Deng Xiaoping fue el que la desarrolló económica y socialmente, y Xi Jinping el que -según el Partido- la va a llevar al poder, a la gloria y al respeto internacional. Y eso lo hace con instrumentos como una fuerte inversión en tecnología punta como demuestra que 2/3 de toda la inversión en Inteligencia
 
Artificial se hace hoy en China, que es consciente de que Occidente pudo dominarla porque antes se aseguró el dominio tecnológico y no está dispuesta a permitir que eso se repita; el  Plan Made in China 2025 para el desarrollo con ayuda estatal de grandes empresas capaces de competir en el mundo; la vasta red de infraestructuras terrestres y marítimas que conforman la Ruta de la Seda; el concepto de “economía dual” que tiene la intención de proteger a China de las alteraciones y vaivenes económicos y comerciales del mundo exterior; una dura represión interna que conocen bien en Kong-Kong, en Tíbet, los uygures de Xinjiang y, en general, cualquiera que ose discrepar con la línea oficial que marca el Partido; un nacionalismo que se manifiesta en una expansión por el mar del Sur de China (que le crea problemas con el Derecho Internacional y con los países vecinos), y que de forma particularmente peligrosa se manifiesta también en su declarada ambición de reintegrar a Taiwan en la madre patria china... por las buenas, si es posible, bajo el lema de “un país, dos sistemas” que tras lo ocurrido en Hong-Kong nadie se cree ya en Taiwán.

Esta semana Biden y Xi han celebrado una reunión telemática. Duró tres horas y media y eso da un poco más de tiempo para hablar de cosas importantes que los segundos de que dispuso Pedro Sanchez cuando se tropezó intencionadamente con Joe Biden en un pasillo (a favor de nuestro presidente cabe decir, sin embargo, que su encuentro fue cara y cara y no por televisión, algo es algo). De esta forma los líderes de los dos países más poderosos del mundo tuvieron tiempo para hablar de todo y, aunque no emitieron ningún comunicado final de la reunión, ambos quisieron dar un mensaje positivo por encima de sus muchas discrepancias, que todos conocemos y que tampoco ocultaron, como queriendo recalcar una voluntad compartida de mantener abiertos canales de comunicación que es algo siempre bueno para calmar situaciones tensas y evitar malentendidos que nos pueden salir caros a todos. Y esa es una buena noticia porque el problema de fondo no ha cambiado: Washington ve el crecimiento de China como una amenaza existencial a su propia supremacía, y Beijing piensa que los Estados Unidos están en declive pero aún así tratan de impedir que China ocupe el lugar que le corresponde en la geopolítica mundial, cuyas reglas de juego Beijing también desea
 cambiar de acuerdo con sus concepciones e intereses. Todo lo demás puede tener arreglo.

Jorge Dezcallar Embajador de España
 

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