El pasaporte inmunológico y el virus de Jezabel

Jezabel

La fiebre amarilla no está erradicada en el mundo. La pandemia por coronavirus nos ha hecho olvidarnos de otras amenazas de la naturaleza que parecen extinguidas, pero siguen latentes en forma de microscópicos seres que no han podido ser reducidos a la probeta de los laboratorios, como ocurre con la viruela cuyas únicas cepas se conservan para uso científico (¡que así sea siempre!) en Atlanta (EEUU) y en Novosibirsk (Rusia). Otras enfermedades siguen ahí, con vías de transmisión muy simples como los mosquitos: la malaria, la fiebre amarilla, el dengue, el Chagas tropical, el tifus... Que no hablemos de ellas no significa que no causen infecciones y muertes: más de 400 casos de zika en 2019, 120.000 de dengue con 79 víctimas mortales el mismo año, seis mil muertos por sarampión. La fiebre amarilla ha provocado 1.200 enfermos sólo en Brasil a lo largo del pasado año, sin distinguir entre niños, adultos o ancianos. 

Esta última enfermedad, conocida como la plaga americana o vómito negro, ha afectado a diferentes puntos del planeta a lo largo de los dos últimos siglos. Se transmite a través del “Aedes aegypti”, un tipo de mosquito común en zonas de África, América Central y Sudamérica. Ha estado en España: llegó a Barcelona en 1821 y acabó casi con el 20 por ciento de la población. La Ciudad Condal se aisló del resto del país para evitar la propagación. El paralelismo por el que traemos aquellas epidemias de fiebre amarilla con el coronavirus de 2020 está en el grado de inmunidad que adquieren las personas que han superado la patología, creando los anticuerpos necesarios para rechazarlo. En algunos países se ha estudiado la epidemia que sacudió Nueva Orleans a mediados del siglo XIX por la forma en la que se certificó esa inmunidad y por los buenos resultados que dio a la hora de frenar la extensión del mal, aunque desde el punto de vista social sus efectos fueron enormemente perniciosos. No recomendables en los actuales sistemas de protección social. Se crearon certificados de inmunidad, conocidos como bautismo de ciudadanía, que daban por aclimatados a la enfermedad a todos aquellos que hubieran superado la fiebre amarilla o “yellow jack”, como llegó a conocerse en todo Estados Unidos. Llegó a comerciarse con esos certificados, que agrandaron la brecha entre las clases adineradas y los pobres, especialmente los esclavos negros. 

Varios países están valorando la posibilidad de implantar un pasaporte de inmunidad. El ministro de sanidad del Reino Unido lo ha mencionado, Alemania se ha lanzado a probarlo, e incluso el científico de cabecera de la Casa Blanca, Anthony Fauci, ha dicho que la primera potencia estudia un sistema similar al de Nueva Orleans. Siendo muy reduccionistas, el certificado establecería una línea gruesa entre los curados e inmunes y los infectados o potenciales enfermos de coronavirus. Y eso, aplicado al mundo laboral (y en todos los demás aspectos), pondría a unos en condiciones de inferioridad frente a otros. La OMS no quiere por ahora oír hablar del tema, aunque hay grandes empresas que consideran este pasaporte como una herramienta muy adecuada para la vuelta al trabajo. ¿Ciencia ficción o realidad? Un mundo dividido entre sanos y débiles. 

Un documento inesperado sobre la extensión de la fiebre amarilla en Nueva Orleans es la película de 1938 Jezabel (Jezebel), producción realizada por Warner Bros. y dirigida por William Wyler. Es, además de un valioso fresco sobre la vida y el honor en el sur de Estados Unidos, un testimonio muy bien documentado e investigado sobre la forma en que la ciudad más poderosa del deep south atacó el problema sanitario, con los medios de la época y una enorme dosis de desconocimiento. El guion coescrito por John Huston menciona el rudimentario y deshumanizado confinamiento de los enfermos en la isla de Lazarette, donde son conducidos en carromatos atendidos por religiosas o familiares que no quieren separarse de sus seres queridos y quedan condenados a una muerte casi segura. Nadie podía adivinar que eran los mosquitos los transmisores, y se estigmatizaba a los portadores del virus creyendo que contagiarían a todo el que se situara a su lado. Los sistemas de información a la población son simples: cañonazos desde el puerto para conocer el momento en que un cargamento de muertos en vida parte hacia la isla de los “leprosos”. En cada esquina de la ciudad del jazz hay fogatas encendidas para matar la infección, los pañuelos se convierten en mascarillas improvisadas y las casas de contagiados son señaladas con una Y en pintura negra, y quedan cerradas en cuarentena. Cuando la epidemia estalla, los límites de la ciudad son cerrados, Nueva Orleans queda confinada y aislada, las autoridades disparan a quienes se saltan los límites de la zona de infección, que sólo se puede traspasar las líneas con un permiso del gobernador.

Todo es distinto, en el mundo actual del coronavirus, a esa pesimista y dramática película de Bette Davis y Henry Fonda, pero todo sirve como enseñanza y debe ser recordado. No estaría de más que los ministros de salud de Alemania, Reino Unido y Estados Unidos volvieran a ver este éxito del cine de los 30 y en especial el sistema de salvoconductos inmunológicos establecido en la ciudad del estado de Louisiana. 

Pie de foto: Bette Davis atiende a Henry Fonda, enfermo de fiebre amarilla en Jezabel (1938)

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