Opinión

El populismo, un muerto que goza de buena salud

photo_camera Donald Trump, President of the United States

Las reacciones desnortadas y fútiles de los populistas más célebres en sus esfuerzos por atajar la crisis pandémica son un testimonio de que las limitaciones de los eslóganes para resolver problemas conducen a la ironía de que los populistas acaben perdiendo popularidad. Bajo situaciones catastróficas, la lógica política de la demagogia, basada en la polarización extrema y el señalamiento de víctimas propiciatorias, se convierte en su propio Talón de Aquiles, porque frente a las amenazas indiscriminadas como un contagio vírico, los posicionamientos extremos sobre cuestiones de identidad se perciben como fútiles: a falta de una retórica alternativa, los políticos populistas se ven atrapados en la rueda del hámster de la confrontación social, cuando lo que la población espera de ellos es que lideren para unir a la sociedad.

Lejos de conseguirlo y a falta de propuestas prácticas para solventar crisis reales, los populistas reinciden en el desprestigio del adversario, con la esperanza de que los adversarios resulten aún menos atractivos que ellos mismos a ojos del elector, pero con el efecto de que tales grado de crispación generan aún mayor desinterés público, por lo que tienen que seguir subiendo la intensidad del conflicto y actuar cada vez con mayor histrionismo.

El torrente continuo de acusaciones, insinuaciones, falsedades y distorsiones populistas no solo intoxica la vida pública hasta el hastío, sino que tiene el efecto perverso de favorecer la selección natural de políticos inmunes a los ataques públicos. Todo ello, lejos de propiciar que destaquen los mejores, les da una ventaja competitiva a los cínicos más inmunes a la estigmatización en la plaza pública, políticos tan hábiles con la palabra como incapaces para impulsar mejoras. 

Una de las paradojas de los líderes populistas que han surgido al albur de Twitter es que, a pesar de promocionarse como disruptivos -y hasta revolucionarios-, defienden a menudo propuestas involucionistas que denuestan las reformas políticas y abogan por un conformismo tácito, para preservar el orden establecido en el que prevalezcan las jerarquías de dominación basadas en la creencia en un orden natural de las cosas, en el que las estructuras sociales son -y deben seguir siendo- inmutables, aunque sean injustas. En el caso del actual presidente norteamericano, esto se reduce al trilema ‘Dios, Patria y Dólar’, con el que ha recorrido no poco camino, gracias a su innegable capacidad para combinar la mentira con las medias verdades sobre los defectos del orden mundial, logrando con su peculiar lenguaje a que una mayoría de votantes decida dándole más valor a las opiniones subjetivas que a los hechos objetivos.

Ahora, no obstante, la fórmula de escapismo, autoafirmación nacional, adulación al ‘hombre común’, el ataque a las ‘élites’ y la proyección sistemática de las frustraciones del ‘nosotros’ en el ‘ellos’ revela su impotencia para unificar a una sociedad asolada -y desolada- por la psicosis sanitaria y el miedo al inminente futuro económico. Y, sin embargo, la receta populista sigue gozando de notable predicamento entre amplios sectores de ciudadanos desafectos, que se resienten de los efectos negativos que la globalización ha tenido en su forma de vida, a pesar de que los discursos populistas sean poco más que árnica contra sus problemas reales.  Porque lo cierto es que una vez que pasemos de la crisis sanitaria a la crisis económica, las condiciones que favorecieron la eclosión del populismo seguirán aquí, corregidas y aumentadas. 

Como ya vimos con ocasión del colapso del sistema bancario en 2008, la travesía del desierto ideológico de los partidos tradicionales les dejó sin armas ni bagajes discursivos para canalizar la desesperación de las víctimas de aquella crisis y extendió la creencia de que el sistema solo tenía una función asistencial que creaba una dependencia del Estado que erosionó la dignidad de quienes resentían no ser útiles a la sociedad.

Esto es lo que supo leer con precisión Steve Bannon y que sintetizó en su llamamiento a “levantarse en armas” para emprender una guerra que destruyese el modelo de orden liberal de la posguerra. Bannon ensayó el arte de la manipulación emocional en Breitbart News (un portal de propagación de “hechos alternativos”, descrito por él mismo como una “máquina de matar”, desarrollando los elementos de un ‘pack populista’ cuya plantilla fue clave para el diseño del triunfo de los partidarios del Brexit en junio de 2016 y de la victoria de Donald Trump ese mismo año. No contento con esto, se lanzó a fondo a promover una revuelta nacional-populista internacional contra las “élites globalistas”, basada en su libro de recetas, una especie de breviario del populista inspirado por referentes históricos que abarca desde los hermanos Graco de la antigua Roma hasta el Benito Mussolini de los tiempos modernos. 

Con estos mimbres, coreografió una suerte de ‘santa alianza’ iliberal en la que figuraron Marine Le Pen, del francés Front National; Viktor Orbán, del húngaro Fidesz; Beatrix von Storch, del alemán AfD; Geert Wilders, del holandés Partij voor de Vrijheid; y, por supuesto, el ínclito Matteo Salvini del italiano la Liga, haciendo pinza con plutócratas rusos como Konstantin Malofeev, quien puso a su disposición la plataforma Katehon para la divulgación de contenidos iliberales en Europa.

Aunque es cierto que la apuesta de Bannon y sus acólitos no ha logrado hasta la fecha los fines perseguidos y que los proyectos de Boris Johnson y Donald Trump están en la cuerda floja, por no mencionar que el Front Nacional francés ha descubierto súbitamente el discreto encanto del gaullismo, sería imprudente dar por muerto un movimiento cuya burda simpleza lo convierte en el equivalente de la farola de beodo, a la que se agarran quienes necesitan asirse a lo que sea, y que, como el Johnny Guitar de la película, imploran que les digan mentiras bonitas.