El talón de Aquiles de la Democracia

joe-biden-presidente-eeuu-afganistan

No con poca infrecuencia se llevan a cabo análisis periodísticos acerca de la acción de Gobierno en los países democráticos que hacen abstracción del peso de la opinión pública en los procesos de decisión de los líderes políticos. Aunque esta omisión facilita la elaboración de narrativas maniqueas, que a la postre propician un clima de polaridad que impulsa incrementos de audiencia, ayuda poco en el esclarecimiento de la realidad. Un ejemplo palmario de esto lo hemos visto al albur de la reconquista talibán de Afganistán, que propios y extraños se han empeñado en enmarcar en clave coyuntural y partidista, tanto en Washington como en Madrid y Londres, pero esta vez sin Las Azores como telón de fondo.

El problema con estos análisis epidérmicos y apresurados es que dejan de lado las dinámicas de fondo que subyacen en decisiones tan serias como la retirada occidental de Afganistán, sin cuya comprensión nuestras democracias quedan debilitadas frente a los choques de civilizaciones habidos y por haber. Porque haberlos, haylos, mal que les pese a Moratinos y Zapatero. 

Tengo el convencimiento de que resulta más útil interpretar la espantá afgana no como un evento, sino como un proceso, que en la sociedad norteamericana se puso en marcha al poco de la derogación de la prohibición estricta y absoluta de divulgación de información militar, que había estado vigente en todas las guerras anteriores a la de Vietnam. A diferencia de los europeos, los norteamericanos no conocieron en carne y suelos propios la inmensurable devastación de las guerras mundiales, más allá de la mitología heroica y aséptica producida por los noticieros oficiales y el cine bélico de Hollywood. Todo esto cambio con la Guerra de Vietnam, que coincidió con la mayoría de edad de la televisión, disponible en todos los hogares estadounidenses en una variopinta pléyade de canales. 

La primera guerra televisada trajo a las casas norteamericanas el frente de batalla y los ataúdes envueltos en la bandera, brindándoles súbitamente una visión realista de la guerra que causó un rechazo popular que hizo políticamente inviable sostener el esfuerzo bélico. Mientras que en la segunda guerra mundial los bombardeos de terror que convirtieron a cientos de miles de civiles alemanes y japoneses en antorchas humanas sólo se conocieron -parcialmente- años después, en Vietnam los efectos del Napalm sobre la población civil fueron retransmitidos en vivo y en directo para una atónita audiencia, que perdió la inocencia de sopetón.

Nunca la guerra volvió a ser lo mismo para las democracias. A pesar de los ímprobos esfuerzos del Pentágono por virtualizar la imagen de la guerra que se pusieron en  marcha en Kosovo y en la primera guerra de Irak, que lograron crear eventualmente la ficción de que la guerra  era un espectáculo virtual; y no obstante el abrumador apoyo que el pueblo americano brindó a la segunda después del 11S, las lecciones sobre la influencia que la pornografía bélica tuvo en los electores durante la guerra de Vietnam no cayeron en saco roto para los enemigos de Estados Unidos, que supieron crear unas dinámicas mediáticas basadas en manipular tanto a la opinión pública industrializando a los medios de comunicación a base de horror escenografiado, que alcanzó el paroxismo tras la caída de Bagdad y se convirtió en un subgénero visual con el surgimiento del ISIS, lo que a la sazón colmó el vaso del hastío de la violencia, algo a lo que contribuyeron no en poca medida los goles marcados en propia puerta en Abu Gurayb y Guantánamo. 

Trump, mejor aún que Obama, supo leer perfectamente este sentimiento popular, siendo su triunfo electoral incomprensible sin factorizar el mayoritario hartazgo de intervenciones tan fútiles como sangrientas en Libia, Siria, y por descontado, Afganistán. 

A todo esto hay que añadir que la sociedad americana ha dejado de ser una comunidad homogénea, creando nuevas realidades demográficas -y por lo tanto políticas- inéditas. Así, proyecciones solventes apuntan a que en 2040 los ciudadanos norteamericanos musulmanes reemplazarán a los judíos como el segundo grupo religioso mayor después de los cristianos. O dicho de otro modo, la umma tiene voz y voto en Estados Unidos, y por consiguiente, capacidad real y directa para influir en la política exterior del país. 

Naturalmente, este es un problema que no concierne a las tiranías, inmunes al sensacionalismo de los medios de comunicación, al detentar el control totalitario de la opinión pública. Por lo tanto, y siendo el sentir europeo incluso más adverso a la guerra que el norteamericano, el atolladero que las democracias occidentales tienen frente a sí consiste no en determinar quien ocupe la Casa Blanca, la Moncloa o Downing Street, sino en dirimir cuales son las condiciones bajo las cuales el recurso a la guerra es justificable en el sentido de Santo Tomás de Aquino; qué métodos de librar guerras son aceptables; y cuál es el precio que las sociedades libres están dispuestas a pagar por continuar la política por otros medios, cuando ésta es la única opción razonable.  

Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato