Erdogan: cuando al clavar los ojos en el abismo, te devuelve la mirada

Erdogan

La llegada al poder del hasta entonces alcalde de Estanbul Recep Tayyip Erdogan en mayo de 2003 marcó el inicio de la deconstrucción de la obra del padre de la Turquía moderna, el venerado Mustafa Kemal Paşa, quien logró revivir de las cenizas del Imperio otomano a la nación turca, fundando una república moderna y laica desde la que se desarrolló una democracia viable.

Por el contrario, Erdogan se miró en el espejo del sultán Suleiman, y orientó su política internacional a la recuperación del sueño imperial otomano instrumentalizando el islamismo en la región. Este sueño se ha convertido en una pesadilla de la noche a la mañana en los campos de batalla de Siria y Libia, con implicaciones de tal alcance que nos permiten adelantar el colapso integral de la política exterior turca, que solo cuenta ya con un puñado de aliados internacionales, sin peso estratégico alguno, como Qatar, Pakistán y Azerbaiyán.

Tampoco la presumible intención de consolidar su poder interno gracias al aventurismo militar está dando fruto. Así, una encuesta reciente llevada a cabo por la demoscópica turca KONDA, señala que el apoyo al partido Justicia y Desarrollo (AKP) de Erdogan es el más bajo en 17 años, con una marcada tendencia a seguir disminuyendo. Dadas las circunstancias, es implausible esperar que el líder de la oposición del Partido Republicano del Pueblo, Kemal Kilicdaroglu,  deje pasar la oportunidad de sacar partido de la situación, por lo que el prospecto de un gobierno de unidad nacional para dar respuesta a esta hora negra se antoja inverosímil. 

Con todo, no deja de sorprender que la respuesta turca a la crisis autoinflingida de Idlib haya sido amenazar a los países europeos miembros de la OTAN con desbordar a la UE dando salida a los 4 millones de refugiados sirios residentes en Turquía –en plena psicosis pandémica-, a la vez que apelar a la solidaridad de la OTAN invocando el artículo IV del Tratado, que obliga a sus firmantes a realizar consultas cuando uno de sus miembros aduce amenazas contra su integridad territorial y seguridad nacional. No solo porque Turquía haya flirteado con Rusia a expensas de los intereses estratégicos de la OTAN, sino porque incluso un organismo tan timorato como la Comisión Europea puede acabar concluyendo que la mejor manera de eliminar el chantaje de Erdogan  es facilitar una victoria incontestable de Bachar Hafez al-Asad en Siria, aunque esto conlleve un grado de connivencia con Putin,  que permita desbaratar la baza sunita, favorecida por Erdogan -representada por los Hermanos Musulmanes- en beneficio del chiismo  que personifica el alauita Al-Asad. 

Así las cosas, no parece que la opción de incitar un choque entre Estados Unidos y Rusia barajada por Erdogan, valiéndose de la OTAN, tenga visos de prosperar, ni siquiera si la situación en Siria desemboca en una confrontación abierta entre Rusia y Turquía, algo que a día de hoy parece improbable, a pesar de la retórica empleada por Erdogan tras hablar con Putin el sábado 29 de febrero, caracterizada por la exigencia de que Rusia se inhiba en el conflicto, para que Turquía pueda combatir sin cortapisas a las fuerzas del Gobierno sirio. 

Caben pocas dudas de que Vladimir Putin haya recogido esta petición a beneficio de inventario, por cuanto que, desde el punto de vista del Kremlin, Ankara incumplió su compromiso de eliminar sólo a los “malos terroristas” en Idlib, es decir, aquellos opuestos a un cese de las hostilidades seguido de un proceso político de paz, por lo que Putin ampara que Al-Asad haga el trabajo que no hizo Erdogan. Un amparo que, a ojos rusos, está legitimado porque su presencia militar fue solicitada por el Gobierno legal de Siria para respaldar el proceso de paz, lo que contó con la aquiescencia del Consejo de Seguridad de la ONU.  

Por otra parte, la retórica de Erdogan está desfasada, y no guarda correlación alguna con la capacidad de Turquía para entrar en un conflicto a gran escala con Rusia, tanto en términos políticos como económicos y militares. Turquía depende de Rusia para escudarse de las dinámicas geopolíticas que giran en torno al eje Irán-Israel; Rusia demostró, tras el derribo turco de un avión ruso en 2015, que dispone de resortes para descarrilar la economía turca; mientras que el estado de las Fuerzas Armadas turcas, tras las depuraciones de elementos seculares después del fallido golpe de Estado de 2016, no le permite afrontar a un adversario de la talla de Rusia, máxime después de haber antagonizado a la OTAN. Una muestra más de la vulnerabilidad turca quedó patente con el rechazo ruso a la solicitud de Ankara de abrir el espacio aéreo de Idlib a los helicópteros turcos para retirar a las bajas turcas, lo que obligó a una tortuosa evacuación de 70 kilómetros por carretera hasta el hospital fronterizo de Reyhanli, una decisión moscovita que apunta poco esfuerzo por rebajar la animosidad contra Ankara, y que sugiere que un elevado número de bajas causadas fue una consideración que entró en los cálculos rusos, y al tiempo que era algo impensable para Erdogan.

En consecuencia, las opciones para el presidente turco han quedado reducidas a dos escenarios: uno malo, y otro, peor. El escenario menos malo pasaría porque EEUU diese cuenta de los sistemas de antiaéreos en manos de Damasco; que la OTAN se prestase a disuadir a Rusia de amenazar a Turquía; y que Putin se contentase con imponer sanciones económicas severas contra Ankara, a la vez que incrementa el apoyo a los kurdos en Siria y a Haftar en Libia y establece complicidades con los Emiratos y con los saudíes. 

El peor de los escenarios para Erdogan conllevaría no recibir de EEUU más que soporte de inteligencia militar; que Putin y Al-Asad desbordasen la presencia militar turca en Siria; y que se configurase una especie de “franja de Gaza” en la frontera de Turquía con Siria, con el consiguiente influjo de refugiados sirios que postergaría indefinidamente cualquier opción de acercamiento de Ankara a Bruselas. 

En cualquier caso, hoy por hoy, la posibilidad de que Erdogan vea cumplidos sus principales objetivos en Siria es nula a todos los efectos; tanto derrocar al régimen de Al-Asad como establecerse como un agente clave en el futuro del país, según lo acordado en Sochi en septiembre de 2018, son ya metas inasibles para Turquía. La verdadera cuestión a dilucidar es el calendario y la forma que definirán la retracción del expansionismo neo-otomano; antes o después de que Siria y Libia se conviertan en una amenaza directa para la seguridad y la estabilidad nacional de Turquía, sin que exista ninguna evidencia de que la opinión pública turca tenga el menor apetito por entrar en una fase bélica que comportaría una leva considerable. 

Estas consideraciones dan alas a conjeturar la probabilidad de una resolución en clave de política interna: en la composición actual del Meclis, el partido de Erdogan ostenta 290 de los 600 escaños del Parlamento, por lo que depende del apoyo del Partido de Acción Nacionalista de Devlet Bahçeli, cuyos 49 escaños le dan la llave de una convocatoria electoral anticipada, una salida razonable de la espiral bélica que cuenta con no pocos partidarios entre una población -el 40% de la cual tiene menos de 45 años- que cada vez percibe con mayor aprensión el despotismo escapista de Erdogan. Como acostumbra a suceder con los políticos que hacen del personalismo autoritario su seña de identidad, el malestar público suele dirigirse hacia ellos cuando las cosas vienen mal dadas, y es posible, por lo tanto, que la solución esté en las urnas.

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