Erdogan, y la sombra de Suleiman

Erdogan

Después de la decisión, a principios de 2020, del parlamento turco de enviar tropas a Libia, quedan pocas dudas razonables de que el enfoque general de la política exterior de Erdogan se basa en la teoría geopolítica concebida por el intelectual y ex primer ministro turco Ahmet Davutoglu, una arquitectura regional diseñada para la recuperación gradual del poder que una vez detentó Turquía, mediante un “neo-otomanismo” que aceleró su despliegue después de que la Unión Europea le diese un portazo a las esperanzas turcas de convertirse en un Estado Miembro, y que encontró en la eclosión de las revoluciones árabes, la indecisa acción exterior de Obama, la irrelevancia militar de la UE, y la incoherencia internacional de Trump, el terreno abonado en el que brotar. 

Erdogan ha sabido jugar con cierta habilidad este expansionismo en el Mediterráneo, para afianzarse de puertas adentro, aunque ello le haya llevado con frecuencia a actuar primero, y pensar después. Un ejemplo de esto fue el acomodo con Rusia gracias al cual pudo adquirir el sistema ruso de defensa de misiles antiaéreos S-400, y enfrascarse en una precaria alianza para el control territorial de Siria. Tan precaria, que los acontecimientos en Idlib, dónde las tropas turcas han sufrido un serio revés a manos del ejército sirio -apoyado por la aviación rusa-, ha llevado a Erdogan a solicitar a Trump obtener misiles antiaéreos Patriot. 

Estos errores de cálculo se basaron en la falsa premisa de que apoyar a los elementos islamistas en la oposición a Bashar Assad crearía redes clientelares útiles para su proyecto “neo-otomano”, y que de paso le daría una ventaja estratégica para controlar la amenaza Kurda. Ahora, sin embargo, La escalada de tensiones en Idlib ha descolocado a Turquía, facilitando que los kurdos sirios se convirtieran en un factor clave en los cálculos estadounidenses y rusos para influir sobre Turquía, y causando un problema interno a Erdogan a causa de los refugiados desplazados desde Idlib. 

Es la misma ineptitud geopolítica que ha impulsado a Ankara a dar apoyo a grupos extremistas en Libia, en Trípoli y Misrata, a pesar del embargo de armas impuesto por las Naciones Unidas, organización que ha constatado el respaldo turco a la coalición  Amanecer Libio: el apoyo turco (en sincronía con Qatar, país en el que Turquía dispone de una base militar) refuerza a los islamistas dentro de Libia, y lógicamente dispara las alarmas en Egipto, aliado histórico de Rusia, y muy consciente de la relevancia de los conflictos intra-sunnitas latentes, que sitúan a El Cairo en curso de colisión con Ankara, para cuyos planes de convertir a Libia en el polo geográfico central de su proyecto “neo-otomano”, Haftar es un impedimento, que se ve acentuado por los yacimientos de gas de las aguas del Levante. 

El acuerdo de mínimos con Rusia sobre Libia no elimina los riesgos que corre Turquía, sobre todo teniendo en cuenta que el empuje de Turquía más allá de sus fronteras adolece de consenso, no solo entre sus elites políticas internas, sino también entre éstas y el ejército, lo que permite conjeturar que la motivación primordial de Erdogan recae en el intento de unificar al conjunto del pueblo turco, creyentes y laicos, en torno a la causa común de su visión “neo-otomana”,  que sirva de puente entre ambas sensibilidades,  aglutinando los intereses religiosos con los elementos económicos de un proyecto nacionalista de corte más clásico, dotado de atributos del pan-arabismo de Nasser y Gadafi.

Lo cierto es que como se ha visto en Idlib, a pesar de ser un país de mayoría musulmana estratégicamente ubicado, y dotado del segundo ejército de la OTAN, Turquía no tiene suficiente peso específico para explotar sus intereses sin tener que enfrentarse a otros actores conscientes de sus puntos flacos.

Del mismo modo que Bashar Assad se siente fuerte,  en la confianza de que el apoyo ruso e iraní, unido al desinterés americano, hace muy difícil su desalojo del poder, el apoyo de Rusia y Egipto a Haftar sólo augura el desbordamiento del problema libio sobre otras fronteras del Norte de África, creando fricciones regionales cuyas dinámicas Turquía no tiene capacidad para controlar, y que se puede volver fácilmente en contra de su propia seguridad nacional, y por supuesto, su economía; por un lado,Turquía se ha visto obligada a comprar equipamiento militar  ruso para sortear los aranceles y embargos estadounidenses, pero por otra parte, no puede permitirse la salida de activos americanos, ni entrar en confrontación directa con Rusia.

Precisamente lo que demuestran las hostilidades en Idlib son los límites reales de la convergencia entre los intereses turcos y los de Rusia, algo de lo que Erdogan haría bien en tomar nota, antes de dar otro salto hacia adelante en Libia, que puede acabar haciéndole más vulnerable dentro de sus propias fronteras, y al cabo, precipitar su caída.
 

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