Opinión

La crisis de los rehenes, cuatro décadas después

photo_camera El 4 de noviembre de 2019 se cumplirá el 40º aniversario del inicio de la crisis de los rehenes de 444 días que complico las relaciones entre Estados Unidos y la República Islámica durante las próximas décadas

Esta semana se ha celebrado el cuarenta aniversario del asalto a la Embajada estadounidense en Teherán por parte de un grupo de estudiantes afines a los postulados del ayatolá Jomeini. Como cada año, la República Islámica ha organizado manifestaciones en el entorno de la antigua embajada, hoy reconvertida en un museo. Por su parte, el gobierno estadounidense ha aprobado nuevas sanciones económicas contra varias personalidades ligadas al régimen y a Hezbolá, a lo que el gobierno de Rohaní ha respondido anunciando que reanudará su programa de enriquecimiento de uranio. Mientras la tensión aumenta y aprovechando la efeméride del aniversario, conviene echar la vista atrás para comprender los motivos de la animosidad entre Estados Unidos e Irán.

Desde la perspectiva estadounidense, el problema es fácil de entender. El 4 de noviembre de 1979 un grupo de estudiantes asaltaron la Embajada, transgrediendo uno de los principios fundamentales de las relaciones diplomáticas: la inviolabilidad de las embajadas. Lo que en un principio iba a ser una simple sentada de estudiantes acabo convirtiéndose en una crisis con 52 rehenes que se extendió durante 444 días. El secuestro se vivió en Estados Unidos como un ataque sin provocación previa e hizo surgir un fuerte sentimiento de indignación patriótica ante una agresión aparentemente injustificada. También coincidió con la campaña electoral para las presidenciales de 1980, y fue sin duda uno de los factores que impidieron que Carter lograra la reelección.

El desastroso y fallido intento de rescate llevado a cabo en abril de ese año, que se saldó con la muerte de ocho soldados estadounidenses tras un accidente aéreo, hizo que la popularidad del entonces presidente estadounidense cayera en picado. No obstante, y a pesar de su derrota electoral, el equipo de Carter trató de negociar con las autoridades iraníes hasta el final, y de hecho consiguió que los prisioneros fueran liberados durante el último día de su mandato. A Carter debemos también las primeras sanciones estadounidenses contra Irán, aprobadas apenas una semana después de la toma de la embajada.

Desde el punto de vista iraní la cuestión es algo más complicada. Se suele asumir que la toma de la Embajada fue una acción organizada como protesta ante la decisión del Gobierno estadounidense de admitir en su país al desahuciado sha, Mohammad Reza Pahleví, terminalmente enfermo de cáncer. Una buena parte de iraníes, independientemente de su postura en cuestiones como la economía o el rol que el islam debería tener en la sociedad, profesaba un fuerte antiamericanismo. El golpe de Estado organizado en 1953 por la CIA y el Mi6 contra el primer ministro Mosadegh ―que había intentado nacionalizar la industria petrolera― había hecho que surgiera un fuerte discurso antiamericano entre la oposición iraní. Dado que el golpe había sido parcialmente ejecutado desde la embajada estadounidense, muchos iraníes creían en 1979 que el edificio era en efecto un “nido de espías,” tal y como ha sido descrito desde entonces por las autoridades de la República Islámica. El discurso oficial describe el asalto a la Embajada como un heroico acto de defensa frente a los esfuerzos contrarrevolucionarios de los estadounidenses. 

No obstante, el secuestro fue esencialmente una cuestión de política interna y lucha por el poder en la recién fundada República Islámica. La cuestión del sha y su presencia en EEUU era un asunto secundario: la toma de la embajada no fue más que una maniobra para forzar la dimisión del gobierno provisional, presidido por el ingeniero Mehdi Bazargán, de orientación islamista moderada, democrática y liberal ―una especie de equivalente iraní a la democracia cristiana europea―. Bazargán y su gabinete fueron incapaces de hacerse con el control de la situación. Cuando Jomeini, el líder espiritual de la revolución, apoyó públicamente la toma de la embajada, el gobierno provisional comprendió que no tenía autoridad para usar la fuerza contra los asaltantes como habían hecho unos meses antes cuando un grupo de militantes izquierdistas entró en la embajada.

Bazargán se vio atrapado entre la espada y la pared: sus ideales eran liberales y democráticos pero su legitimidad como presidente provisional no emanaba de unas elecciones democráticas sino de su designación por Jomeini a principios de 1979. Conscientes de esta contradicción y de su incapacidad para controlar las nuevas instituciones y milicias revolucionarias, los miembros del gobierno provisional dimitieron y ni siquiera se organizaron para presentarse a las elecciones presidenciales y legislativas que se convocaron para 1980, las primeras y últimas que se celebraron con relativa libertad en la República Islámica. 

Mientras tanto, los secuestradores publicaron numerosos documentos confidenciales de la Embajada con información sobre algunos intelectuales y políticos iraníes que habían tenido contacto con la diplomacia americana. La mayoría de implicados eran de tendencia moderadas y demócratas y su reputación quedó manchada por su supuesta colaboración con los americanos. Esto facilitó que fueran represaliados por las milicias revolucionarias o que se exiliasen, y por supuesto perjudicó el desempeño electoral de muchos ellos. 

Cuarenta años después, el asalto a la Embajada estadounidense en Teherán no solo simboliza el inicio de las siempre tensas relaciones entre EEUU y la República Islámica de Irán, sino el comienzo del dominio jomeinista y el fin de un Irán liberal y democrático que no pudo ser.