Opinión

La libertad de expresión vale tanto o más que 44.000 millones de dólares

photo_camera Twitter

No fue Voltaire, contrariamente a la creencia general, quién pronunció la famosa frase “no estoy de acuerdo con lo que dice, pero defenderé con mi vida su derecho a expresarlo”. Su verdadera autora es la inglesa Evelyne Beatrice Hall, que bajo el pseudónimo masculino de Stephen G. Tallentyre, la introduce en su obra “The Friends of Voltaire” (1906). 

Elon Musk, el hombre más rico del mundo, no ha dado aún la vida por defender ese derecho, pero acaba de invertir nada menos que 44.000 millones de dólares (unos 41.500 millones de euros) en hacerse con una de las dos plataformas más importantes del mundo, Twitter, cuyos 250 millones de seguidores están contribuyendo a conformar la visión de ese mundo, a crear tendencias, encumbrar determinadas maneras de pensar y a destruir no pocas reputaciones. 

Al igual que Facebook, el golpe más sonado de Twitter fue la expulsión de sus redes de Donald Trump cuando éste aún no había abandonado la Presidencia de Estados Unidos, si bien había no pocos indicios de que el teóricamente hombre más poderoso en la Tierra había instigado un golpe de Estado animando a sus exaltadas huestes a ocupar el emblemático edificio del Capitolio en Washington, sede de las dos cámaras legislativas y por tanto de la soberanía popular. 

No pocos analistas de todo el mundo aplaudieron entonces lo que a todas luces era una forma radical de censura, que abrió aún más la universal polémica acerca de si los dueños de una plataforma de opinión podían arrogarse la capacidad de cortar tan radicalmente la libertad de expresión de cualquier individuo. La inmensidad de la ola favorable a la medida adoptada por Twitter y Facebook ahogaba la argumentación de quienes defendían que, a pesar de sus exabruptos y falsedades, Trump tenía derecho a expresarlos, puesto que al fin y al cabo él había sido elegido por el pueblo en una elección democrática, con la misma legitimidad que cuatro años más tarde sería derrotado por Joe Biden en unos comicios igual de limpios. 

El nudo del debate radica, pues, en el trasvase de hecho del poder y su autoatribución por parte de quienes poseen y gerencian las plataformas, que en este caso están radicadas en California, un Estado que vota mayoritariamente al Partido Demócrata. El poder amasado por las grandes plataformas tiene seriamente preocupado al actual inquilino de la Casa Blanca, hasta el punto de que su portavoz, Jen Psaki, manifestaba la profunda preocupación de Biden por el poder de tales gigantescas plataformas en la vida cotidiana, hasta el punto de que “es necesario que rindan cuentas por el daño que provocan”. 

Cambios y resistencias

La irrupción de Elon Musk ha ido acompañada de la mejor proclama que pueden oír quienes defendemos la libertad de expresión a ultranza: “Invertí en Twitter porque creo en su potencial para ser una plataforma para la libertad de expresión en todo el mundo, libertad de expresión que es un imperativo social para toda democracia que funcione”. Es obvio que habrá que esperar a ver cómo cuenta garantizar ese derecho que expresara con tanta contundencia Evelyn Beatrice Hall hace ya más de un siglo. 

Musk ha aprovechado la oportunidad para lanzar una primera andanada a los actuales gestores de Twitter al señalar que “desde que hice mi inversión me he dado cuenta de que la empresa no prosperará ni cumplirá con este imperativo social de respetar la libertad de expresión en su forma actual”. 

El megarrico Musk, propietario de Tesla y SpaceX, quiere convertir los algoritmos en fuente abierta para incrementar la confianza, vencer a los “bots” de “spam” y autentificar a todos los humanos. Un programa que en sí mismo denuncia implícitamente la política seguida hasta ahora por la plataforma que naciera en 2006 de la mano de los extrabajadores de Google Evan Williams, Biz Stone y Jack Dorsey. Veremos cómo lo hace, para lo que habrá de enfrentarse a la resistencia de la “dictadura” de Sylicon Valley, cuyos cerebritos han ido imponiendo el pensamiento “woke” y la política de la cancelación, perversiones que se han extendido por todo el mundo occidental como una imparable mancha de aceite. 

El mayor foco de resistencia a los nuevos planes de Musk será el de quienes, para justificar supresiones y sanciones, aducen que la plataforma no debe servir para insultar, desprestigiar o difundir bulos. Es sin duda un gran argumento, que habrán de tener muy en cuenta las posibles nuevas regulaciones. Pero, si el insulto es fácilmente objetivable, el desprestigio o las noticias falsas no son tan sencillos de detectar y sobre todo de hacerlo neutralmente, o sea de ser rechazados, sean quienes sean quienes los ponen en circulación. No parece  casualidad que se atribuya a Twitter una tendencia marcadamente izquierdista, y que, por citar solamente a figuras del espectáculo, hayan sufrido censura artistas como Andrés Calamaro, Matt Lucas, Alec Baldwin, Ashton Kutcher, Miley Cyrus, Adele, Jennifer Love Hewitt, Owen Benjamin o Milo Yinnopoulos, todos ellos reacios al dictado del denominado pensamiento único.