Opinión

La pugna por la democracia pone a Israel al borde del abismo

Hay que descubrirse ante los centenares de miles de manifestantes israelíes que semana tras semana han salido a defender los valores de la democracia ante la ofensiva del Gobierno de coalición de Benjamin Netanyahu. En un momento en que es patente una desorientación general, motivada en gran parte por el hundimiento de esos valores, hay que reconocer y rearmarse de optimismo porque al menos un reducto de ciudadanos en un rincón del mundo se resiste como gato panza arriba a que le den el cambiazo. 

Desde su creación, uno de los principales timbres de orgullo de Israel ha sido el de haber conformado un Estado democrático, tanto más difícil cuanto que desde su nacimiento ha debido soportar un ataque continuado a su existencia. Ello ha forjado un carácter nacional de resistencia, esfuerzo y sacrificio, características todas ellas que también se encuentran en otros pueblos sometidos a parecidas amenazas. Pero, a mi juicio, lo que hace especial a Israel es que la inmensa mayoría de sus gentes, a pesar de su origen y de su diversidad de pensamiento, están firmemente apegados a los valores fundamentales de la democracia, esto es la libertad en todas sus facetas y la separación de poderes. 

Netanyahu, acuciado por el sector religioso y más ultraconservador de su Gobierno, está empeñado en “reequilibrar” esos poderes, despojando al judicial, y en particular al Tribunal Supremo, de las principales prerrogativas para controlar al ejecutivo y al legislativo. Un empeño en el que además se apreciaban intereses personales, por cuanto el primer ministro sigue incurso en varios procesos judiciales. Leyes a su medida para impedir su destitución automática, además de erigir a la Knesset en un poder superior al del Tribunal Supremo han encendido la mecha de la protesta popular. Un rechazo en el que, además de una muchedumbre de intelectuales comprometidos, se han unido ejecutivos de las punteras empresas tecnológicas israelíes, la práctica totalidad de los sindicatos y decenas de alcaldes que amenazaban con una huelga de hambre indefinida. 

No es, pues, corriente hoy en día observar una protesta tan generalizada en un pueblo con el altísimo grado de formación general y especializada del israelí, ni tan concienciado de sus deberes ciudadanos, entre los que sobresale precisamente controlar que el sistema democrático en el que viven y se desempeñan no se troque en otro autoritario más cercano a la autocracia. Ninguno de los que han manifestado su protesta puede ser acusado de traidor ni de poner en peligro la seguridad del país, un tic al que suelen recurrir los totalitarios ante quienes se resisten a aceptar imposiciones por la fuerza. El destituido ministro de Defensa, Yoav Gallant, que había pedido una pausa en el proceso de reforma de la justicia, se despidió con una rotunda reafirmación en que seguirá velando como ciudadano en “la misión de mi vida, que no es otra que la seguridad de Israel”. El ministro sabía de primera mano que esa conciencia democrática tan acendrada está inmersa en sus Fuerzas Armadas, y más especialmente si cabe en sus pilotos de combate, la verdadera punta de lanza en la seguridad del país. 

Netanyahu, que también había ignorado el plan conciliador puesto en la mesa por el jefe del Estado, el presidente Isaac Herzog, ha transigido finalmente con un aplazamiento de tres meses para consumar esa reforma, aviniéndose supuestamente a negociar con la oposición reforma tan drástica. Pero, los ciudadanos no acaban de creerse que esta tregua signifique un abandono de su intención final de recortar los poderes de la justicia. Tanto es así que el principal ganador de esta tregua es el ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir, quién había exigido al primer ministro consumar la reforma costase lo que costase, para luego ceder a cambio de un importante botín: la creación de una Guardia Nacional, bajo la autoridad de su Ministerio.  Con semejante concesión, parece cada vez más claro que Ben Gvir se está convirtiendo a pasos agigantados en el verdadero hombre fuerte de Israel. 

Netanyahu, cuyas cualidades de animal político nadie discute, se ha visto así arrastrado por el ala más extrema de su coalición a emprender un camino que desemboque en un cambio del modelo político y de convivencia del país. Es más el modelo de Ben Gvir que el suyo propio, pero como primer ministro parece haberlo asumido por completo, a cambio a su vez de haberse quitado de encima la espada de Damocles de su hipotético paso por la cárcel, caso de haber sido juzgado y condenado, y sin una ley a su medida que le permita obviar tan enojoso trance.

Lo más positivo en cualquier caso es que, lejos de ser algaradas o acciones violentas tan nihilistas como puedan ser las de Francia por la reforma de las pensiones, las manifestaciones de protesta israelíes constituyen un auténtico aldabonazo a todas las sociedades democráticas occidentales, adormecidas por la sensación de que la democracia, “el peor sistema de convivencia con exclusión de todos los demás” (Winston Churchill), es indestructible. Algunos, afortunadamente, han tomado conciencia de que hay que defenderla todos los días, so pena de encontrarnos una mañana viviendo en una dictadura que creíamos inesperada.