Opinión

La reina de Inglaterra

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Pocas figuras en la historia han sabido representar una institución durante 70 años y desempeñar para ello las funciones y deberes consustanciales a tal labor como lo ha hecho la reina Isabel II. La monarquía británica ha quedado para la memoria de varias generaciones identificada en la persona de una joven coronada como Reina a los 25 años, y que lo ha sido de manera ininterrumpida hasta los 96, sin perder en ningún momento hasta su muerte el sentido formal e institucional de ser la soberana de un país y el símbolo de un modelo de estado, la Monarquía Parlamentaria.

Isabel II ha sido la Reina de una nación democrática que en siete décadas no ha perdido en ningún momento la orientación y los fundamentos sobre los que se sostiene su sistema de libertades y su Estado de derecho. Éste es el logro más importante de su reinado. El haber preservado el orden democrático y haber contribuido, desde tan importante y simbólica institución para la gran mayoría de los británicos, a la estabilidad política e institucional dentro de su país y en la proyección de esos valores en los entornos europeo, atlántico y global.

El reto para su sucesor será el de continuar, desde la tradición institucional monárquica, en el avance y el fortalecimiento de la democracia liberal dentro y fuera del Reino Unido. No hay otro camino para la Monarquía inglesa desde que el Parlamento hizo frente al absolutismo en 1648. Y no hay otro camino para las monarquías constitucionales desde que las revoluciones liberales terminaron con los privilegios, al considerar la igualdad ante la ley y las libertades individuales, los pilares fundamentales de cualquier sistema político, con independencia de qué institución representara la soberanía popular: una presidencia, una asamblea o un monarca.

Entre los atributos de la personalidad de la Reina Isabel debe considerarse su sentido del equilibrio y de la distancia. Su perseverante majestad. Su meditada y natural elegancia. Entre los éxitos de su reinado, el haber sido capaz, con el cumplimiento intachable de sus responsabilidades, de administrar la lenta transición de su país desde el status de gran potencia en la primera mitad del siglo XX, hasta el de una influyente potencia media con capacidad económica y estratégica propia, aliada con las principales potencias democráticas, con Estados Unidos a la cabeza. Si la Reina Victoria fue el exponente del todopoderoso Imperio Británico, la Reina Isabel ha sido el símbolo de la resiliencia del pueblo inglés para resistir la acometida que la historia le había reservado, a la sombra de las superpotencias atómicas.

Las sombras políticas de su reinado se encuentran, sin embargo, en los mismos escombros que el imperio desmembrado dejó extendidos durante el violento proceso descolonizador. La parcial, y a veces escasa civilización política que trasladó Gran Bretaña en distintos territorios coloniales, tuvo consecuencias trágicas en África, Oriente Medio, la India o Pakistán. Donde las guerras tribales, religiosas y culturales, así como la codiciosa gestión de los recursos naturales, fueron el común denominador de las revoluciones postcoloniales y los procesos de independencia y reconfiguración territorial. La Commonwealth no puede considerarse ni tan siquiera como una fórmula paliativa de los desmanes vividos en algunas antiguas colonias. La Reina Isabel II no fue la responsable de los efectos nocivos del colonialismo, y su labor contribuyó a restablecer la estabilidad y a curar heridas. Pero esa herencia de desequilibrios no resueltos, provocados por los imperios europeos ha permanecido en la historia durante varias décadas de su reinado.

La victoria en la segunda guerra mundial y la guerra fría situaron al Reino Unido en el lugar acertado de la historia. El del progreso, la lucha contra los totalitarismos y la defensa de los derechos humanos. Isabel II, ha sido la Reina de un país que ha contribuido al avance de los valores y las instituciones democráticas a nivel internacional. Las Naciones Unidas, la OTAN, el proyecto europeo al que se incorporan los británicos en 1973, son ejemplos de esa firme voluntad de reconstruir un mundo distinto del que había estallado en los grandes conflictos mundiales. Sin embargo, Isabel II tuvo que sufrir bajo su reinado el duro y largo conflicto de Irlanda del Norte y la guerra de las Malvinas.

No se diría que una Reina de Inglaterra, admirada incluso por una buena parte de la opinión pública europea, viera con buenos ojos la salida del Reino Unido de la Unión Europea, cuyo ideario había intentado desde su inicio que los europeos no se mataran más entre ellos. Quizá tuviera más respeto por la decisión democrática de su pueblo que por cualquier otro valor antes que ese. Seguramente ha muerto convencida de que nada está por encima de una decisión soberana. Descanse en paz, la Reina.