Opinión

Los invisibles, el coronavirus y la Inteligencia Artificial

photo_camera Inteligencia Artificial

El coronavirus nos ha situado ante la realidad de una revolución digital que podíamos percibir, pero de cuya profundidad y dimensiones no habíamos tomado conciencia. Como si de un iceberg se tratase, lo que era una punta visible se ha convertido en un inmenso espacio virtual en el que hemos vivido el confinamiento. Desde el trabajo al entretenimiento, desde los estudios a las actividades culturales, de las compras a las gestiones administrativas y buena parte de nuestra información (desinformación a veces) los hemos realizado utilizando internet y las nuevas tecnologías. El confinamiento hubiera sido otro muy distinto sin estas herramientas. Aun así, sus potencialidades, sus problemas, lagunas, e insuficiencias, también han quedado en evidencia.

Eso que llaman ciencia de datos ha demostrado ser muy útil para las grandes corporaciones económicas privadas, sin embargo, no lo está siendo tanto para las organizaciones sociales y para las personas que padecen las peores consecuencias de la desigualdad. Los invisibles lo son hoy más que nunca y la brecha que los recluye en la pobreza es cada vez mayor. Hasta en la muerte la brecha está presente. Con unos u otros criterios los muertos europeos por coronavirus serán contabilizados. Los muertos por COVID-19 en países como Ecuador solo se contabilizarán si se producen en un hospital. Los demás no existirán.

En Europa nos preocupa que el Gran Hermano nos vea, controle, utilice nuestros datos más de la cuenta, invada nuestra privacidad. Reclamamos el derecho al olvido, como la posibilidad de borrar todos nuestros datos de internet. Sin embargo, lo hemos comprobado también con el coronavirus, el problema para muchas personas consiste en conseguir ser vistas, un poco vistas, entrevistas al menos.

Miles de millones de personas en este planeta son invisibles, no podrían demostrar su existencia (dónde nacieron, cuando, quienes eran sus padres), a veces ni papeles tienen que demuestren su identidad, dónde viven, ni tener una cuenta bancaria, ni comprar una vivienda, contratar un seguro, o un teléfono móvil, ni conseguir un trabajo regular, ni tan siquiera votar, no acceden a la educación, ni al sistema sanitario, ni viajar pueden.

La pandemia nos ha demostrado que tampoco en España nos libramos de esta situación. La brecha digital establecida entre estudiantes que cuentan con acceso a internet, un PC, o una tablet y quienes no disponen de esos recursos. Entre personas mayores que pueden acceder a una videoconferencia con sus familiares y aquellos que no. Entre quienes realizan trámites desde casa y los que han tenido que solucionar presencialmente esas mismas gestiones.

Son solo algunos ejemplos, pero marcan la dimensión del reto que tenemos por delante. Movernos en el filo de la navaja. De una parte, controlar el capitalismo de vigilancia, su capacidad de gobernar nuestras vidas y el poder que ejercen sobre nuestros datos. Del otro lado aprovechar el poder de las nuevas tecnologías para asegurar el acceso de toda la población a los servicios, protegiendo los derechos de las personas.

Compatibilizar el desarrollo de la IA con los derechos va a requerir mucha formación digital que facilite el control de las personas y de las organizaciones sociales sobre el uso de nuestros datos. Dicho de otra manera, nuestra capacidad de decir sí, o decir no, a la utilización de nuestra información, en función de los beneficios que obtengamos. Frente al poder de las grandes corporaciones sobre el big data (ese volumen gigantesco de datos complejos en crecimiento acelerado, sólo gobernable por la Inteligencia Artificial mediante el uso de los famosos algoritmos) debemos defender un uso de las nuevas tecnologías que asegure el bienestar de la sociedad.

Eso solo será posible si conseguimos que los beneficios de las nuevas tecnologías alcancen a los países más atrasados, a las personas y familias más golpeadas por la desigualdad, a los países emergentes, que sean perceptibles a niveles locales. Si conseguimos que la revolución digital sirva y sea útil para todos. Si hacemos posible que los 2,5 quintillones de byts (la unidad más pequeña y básica de datos) que generamos cada día beneficien al conjunto de la sociedad y no sólo a las grandes corporaciones, que trafican con ellos, o a los poderes estatales, que juegan con esos datos (reconocimiento facial incluido) con la justificación de la seguridad nacional.

Ya hay ciudades, o espacios territoriales, que limitan el uso de tecnología de reconocimiento facial, que abordan retos de desarrollo urbanístico, tráfico, medio ambiente, vivienda pública, cierre de brechas digitales mediante el acceso general a wifi y banda ancha, que no puede quedar a merced de los cálculos de beneficios de los operadores privados. Ciudades, poblaciones, en las que se pone el acento en la participación de la ciudadanía y en una coordinación de sus políticas a niveles nacionales e internacionales con otras ciudades innovadoras para conseguir que los datos jueguen a favor de la ciudadanía. No faltan tampoco experiencias impulsadas por organizaciones sociales, sindicales, de cooperación, que utilizan los algoritmos para acceder a servicios sanitarios, educativos, vivienda, recursos sociales, créditos, nuevas tecnologías, o cooperar con las administraciones en la determinación de necesidades sociales, educativas, sanitarias, gestión medioambiental, clima, infraestructuras, o seguridad en los barrios.

El coronavirus ha destapado las potencialidades, virtudes, insuficiencias y no pocos malos usos de las nuevas tecnologías y la IA. Ha situado ante nosotros uno de los retos fundamentales de nuestro futuro, el de la democratización del uso de nuestros datos y la igualdad en el acceso a los beneficios potenciales de la digitalización. Solo si quienes hoy son invisibles pueden participar en su futuro, también en la planificación (individual y colectiva), la decisión, y el gobierno del uso de sus datos, podremos decir que caminamos hacia una utopía de libertad y no hacia la distopía del Gran Hermano.