Opinión

Los talibanes en Kabul, y ahora ¿qué?

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Afganistán ha sido siempre vencedora de Imperios. Los partos de Bactria infligieron a los romanos una de sus más humillantes derrotas tras la sufrida en Cannas frente a Aníbal. Fue en la batalla de Carras, el año 53 antes de Cristo, cuando siete legiones romanas al mando del triunviro Marco Licinio Craso, el brutal vencedor de Espartaco y el hombre más rico de Roma, fueron literalmente destrozadas por los afganos de entonces. El mismo Craso murió en combate y su vencedor ordenó que le vertieran por la boca oro derretido en mofa de su avaricia. Después de Roma fue el turno del poderoso imperio británico que jamás logró dominar aquella tierra polvorienta y agreste a pesar de la importancia que tenía desde un punto de vista estratégico para conectar dos territorios claves como Egipto y la India. Rudyard Kipling se inspiró en historias afganas para escribir “El hombre que quería ser rey” convertida en una deliciosa película por John Huston con estelar reparto a cargo de Sean Connery, Christopher Plummer y Michel Caine. Tras el fracaso británico, que nunca pudo dominar Afganistán, llegaron los rusos no ya del imperio zarista sino del imperio comunista soviético que tras la caída del gobierno títere que habían instalado en Kabul decidieron intervenir como parte de su expansión por Asía central.

Salieron de allí con el rabo entre las piernas, en parte porque los americanos armaron a los combatientes islamistas y nacionalistas que luego fueron el origen de los actuales talibanes. Derrotados los soviéticos llegó el turno de los americanos que invadieron Afganistán en 2001 para vengar la acogida que los talibanes habían concedido a los terroristas de Al Qaeda que luego hicieron los atentados del 11 de septiembre contra las Torres Gemelas y el Pentágono en los que murieron 3000 personas. A diferencia de la invasión de Irak un par de años más tarde, la “Operación Libertad Duradera” (no es ironía) contó con el aval de las Naciones Unidas y de la OTAN que por vez primera aplicó su artículo 5 de apoyo automático al socio atacado. Nunca antes y nunca después se ha vuelto a invocar. Los americanos acabaron con el santuario terrorista y en 2011 también con Bin Laden que se había refugiado en Pakistán, uno de los grandes valedores de los talibanes junto con Arabia Saudita. Y en lugar de declarar cumplida la misión que les había llevado allí, se quedaron con la pretensión de hacer un estado moderno, centralizado y democrático en un lugar que no reunía las condiciones para ninguna de las tres cosas: la modernidad se da de bofetadas con un mundo de mentalidad aún medieval aunque justo es reconocer que en estos veinte años de ocupación se han hecho muchas cosas. Los mismos españoles en Kala-i-Naw hicieron 120 kms de carretera asfaltado (no había ninguno), un hospital y varios dispensarios, un sistema de traída de aguas y escuelas donde también se educaban las niñas. Ojalá que eses esfuerzo no se dilapide ahora. En relación con el estado centralizado los afganos, antes que afganos se sienten pastures o tayikos o hazaras y su lealtad no es estatal sino tribal, nunca han tenido ni desean un gobierno central y menos aún cuando el que han logrado poner en pie los norteamericanos era corrupto hasta las cachas. Y en cuanto a democracia, ¿qué se puede decir? Probablemente no hay nada más ajeno a su mentalidad como han reconocido los talibanes nada más entrar en Kabul, al fin y al cabo Dios no se puede someter a votación y en su mundo la única misión de un líder político es cumplir la voluntad de Alá tal y como ellos la interpretan. La democracia no se exporta, hay que querer importarla y aquí no querían. Los vaivenes y cambios constantes en las prioridades y objetivos que se marcaron las tropas estadounidenses y los desacuerdos entre La Casa Blanca y el Pentágono, que recoge Bob Woodward en su libro “Obama’s Wars”, completan la imagen que ha llevado al desastre actual y que sin duda es contemplado con alborozo en algunos países por lo que supone de quiebra de la imagen occidental, y también con cierta aprensión por lo que pueda ocurrir a partir de ahora.

Hay guerras impuestas como la que desencadenaron Hitler y los nazis en Europa y hay guerras elegidas, como las que los americanos han hecho en Vietnam e Irak. La de Afganistán vino impuesta por el terrorismo que emanaba de un estado fallido. Pero la salida de esta guerra no venía impuesta sino que fue una retirada elegida por Joe Biden sobre quién caerá la culpa del desastre en el que se ha convertido y ya hay quien traza paralelismos entre Carter/Irán y Biden/Afganistán aunque parezca prematuro. Es cierto que Trump, que leyó bien el hartazgo sobre esta guerra de sus conciudadanos, hizo un pésimo acuerdo con los talibanes porque se comprometió a que sus tropas abandonaran el país en mayo de este año exigiendo únicamente a cambio que los soldados americanos no fueran atacados hasta entonces. Y Biden, que ya como vicepresidente de Obama quería salir cuanto antes de aquel país, decidió seguir adelante con el desastroso acuerdo de su predecesor retrasando solo tres meses el repliegue de sus últimos soldados. Nada le obligaba a hacerlo porque su ejército no había sido derrotado, el gobierno afgano no se lo exigía y ni siquiera se había cumplido la confusa misión que Washington perseguía allí. Biden quería disminuir su presencia en Oriente Medio y poner fin a una guerra que ya no tenía sentido y que había costado 2.500 vidas de americanos, 1100 de otros países de la coalición y 160.000 de afganos, 300 millones de dólares diarios y que ni se podía ganar ni a estas alturas hacía más seguros a los EEUU. Además, Biden quería tener las manos más libres con China que es su verdadera preocupación. Pero la retirada le ha salido mal porque no ha calculado bien la falta de voluntad de combate de un ejército bien pertrechado pero que veía la derrota como algo cierto tras el abandono de sus aliados americanos y de la OTAN. No tenía ni moral ni voluntad de combate. El resto es conocido, desorden en el aeropuerto de Kabul, descoordinación entre aliados y colas de afganos que ven sus vidas en peligro, en escenas de sálvese quién pueda en las que es imposible no recordar los últimos días de los americanos en Saigón, mujeres abocadas nuevamente a la prisión mental de la ignorancia y física del burka, y talibanes victoriosos entrando en la capital sobre vehículos americanos requisados al ejército afgano derrotado. Y la ley islámica cerniendo sus asfixiantes y brutales métodos sobre todo un país.

Y entonces, ¿ahora qué? Pues no habrá más remedio que hablar con los talibanes porque los necesitaremos para poder repatriar a quiénes durante estos veinte años han ayudado a las tropas de la coalición, para tratar de frenar sus peores excesos y para procurar que no vuelvan a dar cobijo a terroristas de variada ralea y en especial de Al Qaeda. También para interceder en favor de las mujeres afganas, aunque no sea mucho lo que me temo que en este campo se podrá hacer frente a una tradición tan injusta como fuertemente implantada en el país. Al fin y al cabo han sido los propios soldados afganos del ejército regular los que han optado por tirar las armas y salir huyendo en lugar de defender a sus mujeres, hijas, hermanas y madres. No será un diálogo fácil porque los talibanes son gente que se reclaman de otra cultura y religión y que consideran la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU como algo ajeno. Dicen que no va con ellos porque es fruto de la cultura occidental de raíz judeo-cristiana pasada por el renacimiento y la ilustración, algo que ellos no han tenido y que se da de bofetadas con la sharia que profesan.

La esperanza es que estén dispuestos a negociar porque tampoco a ellos les interesa ser tratados como apestados y parias internacionales. Por eso aunque sepamos que tratar con ellos no será fácil, habrá que hacer de tripas corazón e intentarlo.

Jorge Dezcallar/ Embajador de España.