Opinión

Morir en Sildavia

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Mientras escribo la última columna de este año maldito, una lluvia de bombas rusas cae sobre del este y el sur de Ucrania arrasando con todo a su paso, no solo la valiosa vida de sus pobladores también destruyendo la infraestructura vital. Cada día que pasa siento un mayor desprecio por todos los dictadores del pasado y por los actuales erigidos en tótems de sistemas arcaicos que no debieran tener más cabida en un mundo en el que todos merecemos ser libres y vivir en paz.

A veces me sacude el remordimiento cuando al volver a mi hogar tengo el agua caliente, la calefacción y la nevera llena y pienso irremediablemente en mi colega ucrania Olena Kurenkova y en su familia que han sufrido este año una odisea de destrucción y muerte porque un sátrapa quiere apropiarse de su país, de sus recursos, de sus centrales nucleares, del control de sus puertos, de su estratégica salida al mar de Azov y al mar Negro y de sus millones de ciudadanos ucranios.

No he podido quitarme la imagen del soldado Yuriy Horovets, conocido por todos como “Sviatosha”, muerto en combate defendiendo a Mariúpol del asedio ruso. He visto su foto, entre los obituarios, vestido de soldado con su tez tan clara, con su juventud lozana y su gallardía viril que hasta me he sentido arrebatada por él. Pero ya no está es otro de los miles de soldados hijos de la patria ucrania que dejan a madres secas de dolor, a viudas con los corazones rotos y a hijos que no verán crecer. La guerra es el Leviatán.

Mientras escribo estas líneas, los talibanes en Afganistán han ordenado cerrar el acceso a las universidades a todas las mujeres afganas –sin excepción alguna– y han prohibido la entrega de diplomas a todas aquellas afganas que, durante los veinte años en que vivieron lejos del terror del régimen talibán, lograron acceder a la escuela y formarse.

De la población afgana, de 38 millones 346 mil 720 habitantes, el 45% tiene rostro femenino con una media de edad de 19.9 años; es decir, una buena parte nació cuando el régimen talibán estaba en el exilio durante la ocupación norteamericana. Esas niñas accedieron a la educación infantil, a la primaria, a la secundaria, al bachillerato e ingresaron a la universidad.

La vuelta al poder de los talibanes ha recuperado el demonio del odio y del desprecio hacia las mujeres en un sistema que las subsume solo a la procreación y a las labores del hogar. Les concede únicamente la posibilidad de educarse hasta el nivel de primaria para que aprendan a leer y a escribir.

Estos días de asueto, en la habitación de mi hija oteo su mochila con sus libros, y me quedo meditabunda carcomiéndome de rabia, imaginando el dolor inmenso y la impotencia de esas niñas y jóvenes afganas cuyo destino está en manos de gobernantes que las odian y las desprecian solo por el hecho de haber nacido mujeres. Y me cuestiono si esto es el siglo XXI o una mentira y quizá estamos perdidos en el tiempo uno que avanza para unos países y otro que lleva un ritmo más aletargado detenido en el siglo XV.

Me estremece todo ese sufrimiento fortuito y que la vida de una persona dependa de la voluntad de obtusos y arcaicos; de amargados y taciturnos; de mentirosos y depredadores; de psicópatas e ignorantes… de monstruos que beben del sufrimiento y de las necesidades de los demás para crear retóricas de manipulación que terminan destruyendo sociedades.

A colación

También está Irán con su poder teocrático imponiendo una férrea persecución contra miles de jóvenes –hombres y mujeres– que se han echado a las calles para protestar por el asesinato impune de Masha Amini, por no llevar correctamente bien colocado el velo.

El régimen de los Ayatolá ha ordenado colgar en lugares públicos a jóvenes condenados por apoyar las manifestaciones a favor de los derechos de las iraníes y de  su voluntad de llevar o no llevar el velo según su libre decisión. El cuerpo sin vida del pugilista Majid Reza Rahnavard y de Mohsen Shekari ahorcados en público constituyen una barbarie digna de cualquiera de los siglos pasados.

¿Cómo va a construirse una mejor sociedad a nivel mundial si la esfera gira a distintas velocidades y mientras unos hablan el lenguaje de la paz, de la libertad y de construir; otros hablan de matar, de controlar, de destruir, de cortar las alas de la libertad y de hombres que cuentan y de mujeres invisibles?

Un mundo bajo esa tesitura de desigualdad, de equidistancias, es un sitio en el que la paz es un espejismo en medio de un desierto de competencias, de rivalidades, de envidias y de dos modelos contrarios: la libertad y la democracia versus la autocracia y el control.

En especial, este año, ha quedado más que nunca desnudada esa pugna y debería a todos preocuparnos la defensa de nuestros valores porque la sombra del mal siempre acecha como un ladrón a la espera de convertir nuestros sueños en nuestras peores pesadillas.

Y pienso en los ucranios que este año lo comenzaron con sus planes de boda, de bautizos, que tenían en mente abrir una empresa, viajar o emprender o quizá seguir estudiando. El pasado 24 de febrero la vida les cambió para siempre: los hombres se han visto obligados a defender a su país, más de 6 millones de ucranias han dejado su país; las familias se han desmembrado porque solo pueden salir del territorio las mujeres, los hombres ancianos y los menores de edad. La guerra ha matado a gente que tenía sus sueños, sus metas, sus familias, sus planes, sus ilusiones, su vida y su país.

La lección más amarga de 2022 es que Ucrania podría ser dentro de unas décadas cualquier otro país invadido; podría ser España, Francia, Alemania, México, Japón, Argelia…podría ser cualquiera porque la lucha por los recursos naturales será frenética y porque el cambio climático proporciona otro pretexto. Al final Sildavia no es como la han pintado… morir en Sildavia podría suceder pasado mañana.