Opinión

Necesitamos mirar al sur

photo_camera We need to look to the south

Oriente Medio es una región particularmente conflictiva como por desgracia todos sabemos. No es aquí el momento de analizar sus problemas ni sus guerras, que la participación extranjera exacerba en lugar de apaciguar. Hoy me quiero centrar en dos desarrollos que, si no son totalmente silenciosos, se desarrollan de manera más preocupante que espectacular. Y cuando nos queramos dar cuenta será ya tarde para reaccionar. Me refiero a la entrada de China y al regreso del Estado Islámico al escenario medio oriental.

En este momento, con los Estados Unidos en franca retirada y con elecciones a la vista, y con Europa más absorta que nunca en sus problemas, crece en Oriente Medio el poder y la influencia de tres países y ninguno de los tres es árabe: Rusia, Turquía e Irán. Los tres está presentes en Siria; Irán influye en Yemen; y Rusia y Turquía se enfrentan en Libia de forma indirecta... con el riesgo de que puedan acabar haciéndolo directamente. Pero mientras fijamos comprensiblemente en ellos nuestra atención, porque la merecen y porque lo urgente siempre acaba desplazando del primer plano a lo verdaderamente importante, otro país está entrando con fuerza en la región: China compra en Oriente Medio el 40% del petróleo que consume (y aprovecha esas compras masivas para rebajar los precios), y también invierte allí mucho al amparo de los vastos medios de financiación que ofrecen los programas de la Ruta de la Seda.

China aparece así ante los ciudadanos de estos países como la constructora de los puertos de Ain Sokha en Djibuti, Port Said en Egipto, Khalifa en los EAU, Duqm en Omán y Jizan en Arabia Saudí y de otras infraestructuras igualmente espectaculares como el estadio Lusail en Qatar donde se celebrará la final del Campeonato Mundial de Fútbol en 2022, la refinería de Yanbu o el tren de alta velocidad de Yeda a Meca y Medina, ambos también en Arabia Saudita, o el mismo puerto de Haifa en Israel, que le ha costado a Tel Aviv una agria disputa con Washington, muy descontento con esta colaboración de su aliado preferido con su rival sistémico. Beijing quiere estar en el centro de las redes comerciales de la región y por ello ha concluido acuerdos estratégicos con quince de sus países. Sus relaciones comerciales con los 22 países árabes alcanzaron la cifra de casi 250.000 millones de dólares en 2018, a los que hay que sumar otros 75.000 millones con los no árabes (Irán, Turquía e Israel) y está negociando un macro acuerdo de asociación con la República Islámica de Irán donde invertirá 400.000 millones de dólares en infraestructuras de todo tipo a cambio de garantizarse petróleo durante los próximos 25 años. Beijing aumenta así su influencia y manifiesta una voluntad de permanencia en la región.

Y como a río revuelto hay ganancia de pescadores, también se observan signos inquietantes del renacimiento de sus cenizas del Estado Islámico. Derrotado militarmente y muerto su Califa Abubakr al-Bagdad, sus combatientes sobrevivientes y no capturados han hallado refugio en las arenas del desierto iraquí, en el miedo/ simpatía de la minoría suní marginada por una mayoría chiíta que aplica políticas sectarias, y en una red de cuevas en las provincias de Anbar, Diyala, Kirkuk y la misma Bagdad, desde donde vuelven a operar con tácticas guerrilleras.

En el primer trimestre de este año se ha duplicado en número de ataques debidos al Estado Islámico en comparación con el mismo período de 2019, casi seiscientos, y los expertos estiman que su situación es hoy comparable a la que tuvo en 2012 al comienzo de su siniestra aventura vital. Que ahora resucite con fuerza dependerá de que sea capaz de organizar de nuevo una potente base de retaguardia en Siria, y el actual escenario allí imperante puede favorecer sus designios mientras los norteamericanos se retiran, los sirios y kurdos se miran con desconfianza, los turcos y kurdos llegan a las manos, y el enclave de Idlib, en manos de facciones islamistas de variados pelajes, absorbe la atención del régimen de Damasco y de sus aliados rusos.

No nos interesa nada a los europeos que sean los rusos, los iraníes y los turcos los que corten el bacalao en nuestra vecindad inmediata, que es un área de interés prioritario para nosotros. Y tampoco nos interesa una China con mucha influencia en la región, aunque lo haga de otra manera. Y menos aún que renazca ese monstruo maligno que fue el Estado Islámico. Nadie en su sano juicio deja al descubierto su bajo vientre y menos si vive en un vecindario poco seguro como el que tenemos.

Contamos con instrumentos eficaces en las políticas exterior y de defensa, comercial, de cooperación y de vecindad para influir en lo que ocurre en una zona que es prioritaria para Europa pues nos contagia inestabilidad y nos amenaza permanentemente con inestabilidad, flujos de refugiados y terroristas fanáticos. Por ello necesitamos no ya verla sino mirarla con el interés que merece y también con voluntad política. Se que no es fácil en pleno Brexit, con americanos que retiran soldados de Alemania, con una Rusia que de nuevo amenaza nuestro flanco oriental (Ucrania, Crimea), y con la gente aun muriendo a puñados por el virus, mientras discutimos cómo abrir fronteras de forma concertada y cómo permitir los flujos turísticos sin que la situación sanitaria se descontrole. Pero no hay más remedio que tocar todos esos instrumentos a la vez si queremos -y tenemos que querer- ser un actor de peso en un mundo que nos desplaza sin prisa, pero sin pausa hacia su periferia, mientras el corazón económico del planeta se sitúa en la cuenca del Indo-Pacífico. Por eso la presencia de Pedro Sánchez en la Cumbre de Nouakchott sobre seguridad en el Sahel no es suficiente, pero es una buena noticia. ¡Hay que mirar más al sur!