Opinión

No todo va de democracia

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Tras el fin de las extensas pero efímeras protestas en Kazajistán, violentamente reprimidas por el Gobierno de Tokayev asistido por el aparato de seguridad de la CSTO (Organización del Tratado de Seguridad Colectiva) y especialmente de Rusia, es momento de reflexionar sobre las causas, el impacto y las consecuencias de unas manifestaciones que sacudieron los cimientos del régimen kazajo y amenazaron la estabilidad de Asia Central.

En este sentido, varias crónicas recientes han puesto el énfasis en las demandas prodemocráticas de los manifestantes, señalando la evidente ausencia de garantías democráticas en un Estado dominado por un solo partido, Nur Otán, y donde el actual presidente Tokayev fue impuesto por su predecesor Nazarbayev. Las cadenas de comunicación en Europa y América del Norte, así como un gran número de analistas, expertos y ‘think tanks’, han presentado las revueltas kazajas como el clásico ejemplo del levantamiento de un pueblo anhelando una mayor libertad, respeto a los derechos humanos, y el establecimiento de una democracia real. Así lo expresaba la editorial del 8 de enero de El Mundo, el segundo periódico más leído en España. También el New York Times ponía el acento en las ansias democratizadoras en el país en un artículo del 5 de enero.

Este relato, pues, se centra en la dicotomía democracia-dictadura. Según esta lectura, los manifestantes kazajos, así como los bielorrusos el año pasado, los ucranianos en 2014 o los árabes a lo largo de las Primaveras Árabes, reivindican por encima de todo una transición hacia un sistema liberal democrático al estilo occidental.
Esta visión de las manifestaciones en países en desarrollo presenta la democracia liberal basada en los derechos humanos como punto álgido de la historia y la civilización, influido por una interpretación lineal de la historia: el crecimiento y desarrollo de los países van hacia una dirección, marcada por las sociedades en Europa y América del Norte. Esta interpretación eurocéntrica de la historia aplica una receta occidental a países no occidentales, tratados como aspirantes a llegar a la meta que ya cruzaron los prósperos y democráticos países europeos.

Esta presentación de los hechos o, como dicen los anglosajones, ‘framing’, es la que nos convence más a los europeos, tanto para el público general como para los grandes conglomerados mediáticos.

Sin embargo, la consolidación de China, así como el crecimiento de las monarquías del golfo Pérsico, mediante sistemas político-económicos y sociales muy diferentes ha puesto en jaque la validez de esta visión lineal de la historia. Para muchos países China representa hoy un modelo social y económico muy atractivo, más que el ejemplo liberal occidental. Kazajistán, cuyo PIB triplica hoy al de 2005, parece basarse más en el modelo chino – algo condicionado sin duda por su dependencia comercial con Pekín y su cercanía geográfica.

No cabe duda de que las ideas ilustradas de democracia, derechos humanos y separación de poderes son atractivas para una buena parte de los habitantes en Kazajistán y otros países con gobiernos autoritarios. Sin embargo, debemos recelar del ‘framing’ hecho en Europa sobre estas revueltas, así como tantas otras anteriormente, incluyendo las Primaveras Árabes. A menudo las demandas prodemocráticas ocupan un lugar menos central de lo que parece, y son en cambio razones económicas las que empujan las revueltas y las revoluciones. La desigualdad, la carestía de alimentos básicos o la falta de oportunidades a veces son factores más determinantes que la falta de democracia.

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Las revueltas en Kazajistán de principios de enero, por ejemplo, fueron motivadas principalmente por el aumento del precio del gas licuado del petróleo, usado por la mayoría de los ciudadanos en el país para su transporte. Sin duda, el hartazgo con el autoritarismo y la corrupción del Gobierno de Tokayev también ha tenido que ver con el descontento en Kazajistán, pero sería un error considerarlo como la causa principal de las revueltas.

También las Primaveras Árabes iniciadas en 2010 fueron cubiertas desde Europa como una serie de revueltas inspiradas en los anhelos democráticos de una población que aspiraba a llevar a sus Estados hacia el sistema liberal y secular europeo. Esta lectura de las Primaveras Árabes da por sentado que no hay otra alternativa válida al modelo occidental, ignorando que los países donde se produjeron las revueltas tienen una historia, una tradición política y una configuración social y legal propia. La historia no es lineal; no transcurre de forma idéntica en todos los lugares, y el sistema occidental no es el fin último del resto de sociedades.

Un detallado estudio llevado a cabo por el New England Complex Systems Institute (NECSI) en 2012 halló una acusada relación entre el aumento del precio de los alimentos y la proliferación de revueltas en decenas de países africanos y de Oriente Medio. Muchas de las revueltas fueron enmarcadas dentro de una batalla global por la democracia, en vez de prestar atención a la carestía de los alimentos básicos. El estudio del NECSI, cuyo gráfico puede verse junto a estas líneas, da a entrever que a medida que sube el precio de los alimentos, se recrudecen las revueltas. Es llamativo que, si bien la mayoría de los países examinados por el estudio han sido gobernados por regímenes autoritarios durante toda su historia reciente, la agitación social y las revoluciones masivas han ocurrido sobre todo cuando el precio de los alimentos se ha encarecido.
 
La consecuencia de esta visión eurocéntrica es borrar la capacidad de agencia (es decir, la posibilidad de poder decidir por uno mismo, al margen de las indudables influencias externas) de los manifestantes en estas sociedades, que son vistos como poco más que una masa que no aspira a más que a transformar sus países según el modelo occidental, obviando que cada cultura, sociedad y país tienen su propia idiosincrasia, y que las condiciones materiales en cada país en particular suele explicar el porqué de las protestas masivas.

Esta lectura sesgada y a menudo interesada que se hace desde Europa y América del Norte sobre tales revueltas no es única. También la interpretación que se hizo en Rusia sobre las recientes protestas en países de su entorno (incluyendo Kazajistán) elimina la agencia de quienes tomaron la calle descontentos con sus Gobiernos y (sobre todo en el caso de los manifestantes bielorrusos) recelosos de la enorme influencia que tiene Moscú en su país. Tales protestas son vistas por Moscú como meras injerencias de la UE. En el caso de Kazajistán, el Gobierno de Putin llamó a las revueltas un intento de “golpe de Estado” envalentonado por Gobiernos europeos y norteamericanos.

Hacer oídos sordos a las demandas reales de las personas y tratarlas como meros instrumentos al servicio de los intereses europeos le sirve al Kremlin para eliminar la agencia y la autonomía de bielorrusos, georgianos o kazajos, y justificar así su influencia sobre sus Gobiernos para consolidar su esfera de influencia. El régimen ruso, preocupado por la tendencia pro europea de buena parte de la ciudadanía en las repúblicas exsoviéticas, y aterrorizado por la perspectiva de perder el control sobre los países que considera en su órbita, fabrica así su ‘framing’ particular, que no se ajusta con la realidad de las demandas de los manifestantes, sino con un relato cómodo de comunicar para el Kremlin. La consecuencia es la misma que la del ‘framing’ hecho en Europa: reducir las manifestaciones de millones de personas a un instrumento manipulable por otros gobiernos, en lugar de reconocer la agencia y criterio de los ciudadanos.

No es extraño que Rusia también considerara a los millones de magrebíes y árabes que se han manifestado durante las Primaveras Árabes desde 2010 como instrumentos de Estados Unidos y Europa. De esta forma, el Kremlin insinúa que las masas en estos países no pueden indignarse por sí mismas, sino que sus exigencias (económicas, democráticas, o ambas) responden en realidad a perversos intereses en París, Londres o Washington.

La conclusión es clara: lo que sucede en países como Kazajistán, Egipto o Bielorrusia no puede explicarse exclusivamente con un ‘framing’ desarrollado en otros paises y de acuerdo con un relato previamente empaquetado para mayor comodidad de las audiencias.

Tergiversar la realidad de lo ocurrido en las calles de Almaty, de Túnez o de Minsk de forma que se pueda vender mejor a la audiencia en Rusia, en Europa o en Estados Unidos no sólo implica faltar a la verdad, sino también ignorar una serie de demandas legítimas e íntimamente relacionadas con el contexto en los países en desarrollo y que, en consecuencia, supone borrar la idiosincrasia de estos países y la propia autonomía de las personas que provocan estas protestas.