Opinión

Otro zarpazo a un Líbano que se desmorona

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Nada más producirse la terrorífica explosión que redujo a escombros el puerto de Beirut y las instalaciones anejas, Israel se apresuró a negar cualquier intervención de su parte en esta nueva tragedia que acentúa aún más la desolación de un Líbano devastado. No era un desmentido anticipado cualquiera, ya que el país, como plataforma compendiadora de todas las guerras que han acaecido y aún se suceden en Oriente Medio, es pasto de todo tipo de conspiraciones y maniobras de agitación. 

Ciertamente, hubiera tenido mucho más morbo que las desoladoras ruinas en torno al puerto de la antiguamente llamada “la Suiza del Medio Oriente” las hubieran provocado misiles u otros artefactos de inequívoca factura bélica. Las cosas parecen, sin embargo, ser mucho más simples en su inmensa tragedia: fue el estallido de un almacén repleto de materiales explosivos, confiscados a lo largo de los últimos seis años por las fuerzas de seguridad del país. Así lo ha reconocido el general Abas Ibrahim, el responsable precisamente de asegurarse de que eso no sucediera. 

Como en todo país que se acostumbra a vivir en un clima permanente de guerra, Líbano habría descuidado muchas de las normas y protocolos que rigen el manejo de estas mercancías. Por ejemplo, no había encontrado mejor lugar que ese mismo gigantesco depósito para almacenar las 2.750 toneladas de nitrato de amonio, que habían sido confiscadas a un barco con pabellón de conveniencia hacía más de un año. Ese fertilizante, potencialmente de gran capacidad explosiva, acentúa su poder destructivo apenas entra en contacto con fuentes de calor. 

Ruina y desmoronamiento

Líbano está tan arruinado que apenas puede destinar dinero a reforzar medidas de seguridad conforme a los parámetros habituales. Sus cuatro millones de habitantes, mosaico de creencias, religiones e identidades diversas, se han visto desbordados ante la avalancha de otros dos millones de refugiados procedentes de la guerra de Siria.

El partido-milicia Hizbulá, brazo armado de Irán, condiciona toda la vida del país, vigilado, por supuesto, por un Israel que no se fía de su frontera norte en tanto que pertenece a un país hecho trizas. Falta por verificar que gran parte de los explosivos almacenados en el puerto hubieran sido requisados precisamente a Hizbulá a lo largo de los últimos seis años, pero hay múltiples indicios de que sea así. 

Hasta que se establezca el conteo definitivo de víctimas, en la madrugada de este miércoles ya se contabilizaban al menos un centenar de muertos y unos 4.000 heridos, un auténtico balance de guerra, al que se une la destrucción total o parcial de decenas de edificios, las mismas infraestructuras del puerto y las carreteras de acceso. La violencia de las deflagraciones fue tan intensa que pudieron oírse en Chipre, distante 240 kilómetros de las costas libanesas, mientras que los hongos provocados por las explosiones del almacén y de los silos de trigo colindantes eran visibles a 30 kilómetros de distancia. 

Desidia, miseria y conjunción de los astros, todo ha convergido en esta tragedia, que acaece a pocas horas de que el Tribunal Especial para Líbano, sito en La Haya, dicte sentencia por el asesinato del que fuera primer ministro libanés Rafik Hariri. Aquello sucedió en 2005 y, además de que el coche bomba dejara un cráter de 60 metros de diámetro y diez de profundidad, cercenó de cuajo las esperanzas de que el país pudiera renacer de sus cenizas en manos de un hombre en el que Arabia Saudí había puesto todas sus complacencias y prometido ingentes ayudas económicas. Casualmente, la casa familiar de los Hariri está en las cercanías del puerto de Beirut. Parece que sigue incólume, aunque Líbano, con esta nueva tragedia, acelere su desmoronamiento.