Por un puñado de dólares y populistas

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Finalmente, el congresista republicano por California Kevin McCarthy ha sido elegido en la decimoquinta votación como portavoz del Congreso y, por consiguiente, se convierte en la tercera autoridad de Estados Unidos. Con mayores dificultades incluso que su predecesor en esto de no ser apoyado por miembros de su propio partido, Frederick H. Gillet, que en 1923 necesitó nueve votaciones para convertirse en House Speaker. Y muy lejos aún, a pesar de que se le haya hecho eterna la elección al moderado McCarthy, de las 133 votaciones que se necesitaron en 1856, cuando los partidos eran poco más que una reunión periódica de amigos, enemigos e independientes. Pero la situación hoy es bien distinta. Un puñado de congresistas del Partido Republicano muy próximos al trumpismo, todavía no residual y aún con peso específico en el partido, ha paralizado el Congreso de Estados Unidos para reclamar entre otras cuestiones que se investigue al presidente Biden por manipular, supuestamente, la acción federal en la investigación de algunos presuntos delitos del expresidente Donald Trump. Y para pasar, cuanto antes, la página judicial del calamitoso episodio del asalto al Capitolio el seis de enero de 2021. 

Será difícil que la inmensa mayoría liberal y conservadora de Estados Unidos olvide tal día. Cuando la primera y más importante democracia del mundo fue puesta contra las cuerdas por una turba de enloquecidos partidarios de Donald Trump, pataleando contra las instituciones que les han hecho políticamente libres. Todavía estos días, se ha escuchado a los cabecillas de la oposición republicana, los congresistas Chip Roy y Scott Perry, decir que finalmente cedían a las propuestas de McCarthy porque habían logrado con su puñado de exigencias, “devolver la Casa del Pueblo a sus legítimos propietarios”. Un alarde de populismo infecto, que seguramente oculta una parte de las reclamaciones de los insurrectos republicanos, la que solicitaba que los fondos de campaña no beneficiaran a los candidatos moderados, sino a los ultramontanos de nuevo cuño.    

Por culpa de ese puñado de dólares e intereses particulares del trumpismo, la opinión pública norteamericana y la sociedad internacional ha podido contemplar las disputas y riñas entre los conservadores centrados, tradicionales y mayoritarios, y los populistas minoritarios y menguantes. Con un final políticamente feliz porque, a priori, la tercera autoridad de la primera potencia del mundo libre es ahora un experimentado congresista moderado, capaz de obtener más amplios consensos en temas tan relevantes como la política exterior y de seguridad, el fortalecimiento democrático o el equilibrio institucional. 

Aun así, el nuevo episodio del culebrón “tempestad sobre Washington” ha puesto de manifiesto que los demagogos y los populistas entran en las instituciones democráticas como y cuando quieren. Y sus acciones encaminadas a perpetuar determinados intereses se convierten en política, vestida y disfrazada de seda. Entre tales fabuladores, confabulan y rabian los extremistas antisistema. Aquellos que trabajan para romper las reglas de juego y derribar el Estado de derecho y el sistema liberal. Encapuchados, esconden ideologías y objetivos anarquistas, autocráticos, secesionistas y reaccionarios. Entran en las instituciones y en los gobiernos para revertir el progreso liberal tanto en América como en Europa. Pretenden quebrar el orden constitucional de repúblicas y monarquías parlamentarias. Agitan y polarizan. Son un puñado de infecciosos a quienes las instituciones, que les han convertido en ciudadanos políticamente libres e iguales ante la ley, les permiten además convivir con la inmensa y tolerante mayoría social. Su final está próximo, en la siguiente votación.    

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