Reinado imbatible, instituciones inarrancables

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Que todo el planeta esté pendiente del tránsito entre Isabel II y Carlos III demuestra que la institución de la Monarquía británica es mucho más que el sistema de gobierno de un gran país, que fuera hasta el final de la II Guerra Mundial el imperio que regía las olas de la mar océana y dominaba los avatares de la tierra firme en al menos cuatro de los cinco continentes. 

El Rey reina pero no gobierna. Sí, pero la autoridad moral de la institución, sobre todo si es desempeñada con la profesionalidad y el sentido del deber de Isabel II, se eleva de tal forma sobre el firmamento que convierte al Reino Unido en una potencia muy por encima de sus actuales capacidades políticas y económicas en el concierto mundial. 

Como sucede a menudo en los grandes acontecimientos de la historia, nada ni nadie presagiaban que la reina Isabel II de Inglaterra consumaría no solo el reinado más longevo de la historia, sino también el que dotaría a la institución de la Monarquía británica de una autoridad moral muy por encima de la que consiguieron sus antecesores, justo cuando el Reino Unido gobernaba el mundo merced al apogeo de su gran imperio. 

La 40ª monarca británica desde Guillermo el Conquistador deja, pues, una impronta absolutamente inédita, pero además aporta una experiencia empírica única en el eterno y acalorado debate monarquía-república en el que se enfrentan sucesivamente todas las tendencias políticas desde la Revolución Francesa de 1789. 

Como siempre sucede a la hora de ejemplificar las diferentes teorías, no hay mejor aportación que la que proporcionan sus protagonistas. En este aspecto, el caso de Isabel II concita una rarísima unanimidad. Nadie, absolutamente nadie, pone en duda su profesionalidad, su sentido del deber, su firme voluntad de anteponer los intereses del país y de la institución a los coyunturales y personales. Su sentido de la dignidad, su dedicación absoluta y total a su función de encarnar la representación de todo el pueblo,  ha conseguido algo que puede parecer insólito: demostrar la enorme utilidad en el mundo actual de una de las instituciones calificadas como de las más anacrónicas del mundo: la monarquía británica. 

No lo va a tener fácil su heredero, Carlos III, llamado a reinar, o sea a trabajar, cuando ya está en una más que sobrepasada edad de jubilación. El legado de su madre está muy por encima de banderías políticas. Otro anacronismo, cuando todos los ejemplos parecen demostrar que los programas políticos, o por mejor decir, las actuaciones ejecutivas de gobierno, siempre tienen un sesgo marcadamente partidista.

Centro de la atención mundial 

Isabel II, por ella o por personajes interpuestos, también ha logrado otro hito no menos importante: mantener al Reino Unido en el candelero mundial. Sea por las fiestas descocadas en el 10 de Downing Street, que le han costado finalmente el cargo de primer ministro a Boris Johnson, sea por el laborioso proceso de elección de un sucesor al frente del Partido Conservador, ya por el jubileo de la Reina, antes por las exequias y funeral de su marido, el duque de Edimburgo, y ahora por su propia muerte, el Reino Unido no deja de copar las primeras páginas de los diarios de todo el mundo. Ahora, con los funerales de la reina más longeva de la historia, la entronización de su sucesor y las cábalas acerca de cuánto durará en el trono, lo cierto es que todos estos avatares arrojan a un segundo plano a temas de la enjundia de la guerra en Ucrania, la crisis energética e incluso la convulsión provocada por la inflación y el incontenible incremento de los precios. 

En la Casa Real de los Windsor se acostumbra a monetizar absolutamente todo, y este acontecimiento, por luctuoso que sea, no dejará de rendir sus réditos tanto a la familia real como a un Reino Unido que aprecia como nunca el tesoro de disponer de un activo político y moral extraordinario, su Monarquía, bien exaltada por la ya histórica figura de Isabel II.  

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