Talibanes entre potencias

Afghanistan

Resulta innegable la imagen de fracaso que transmite la violencia en Kabul y las escenas de temor y caos social provocadas por la retirada definitiva de Estados Unidos y la coalición internacional de Afganistán. La estrategia de construcción de una nación sobre los escombros de una guerra contra el terrorismo yihadista asentado en territorio afgano y amparado por el régimen talibán ha fracasado finalmente en 2021, con el repliegue en Oriente Medio y Asia Central que comenzó Obama en 2014, continuó Donald Trump y que ha asumido Biden. Pero los errores en la determinación de algunos objetivos de aquella estrategia neoconservadora en 2003 y los errores de cálculo sobre la precipitación de los acontecimientos en Afganistán ahora no pueden olvidar que la intervención norteamericana e internacional, con las tropas españolas presentes, tuvo como objetivo prioritario luchar contra el yihadismo en su terreno para debilitar y derrotar a los principales grupos, Al-Qaeda, y líderes terroristas, Osama bin Laden. El éxito de aquellas acciones antiterroristas se vio progresivamente oscurecido por el intento de construir un Estado sobre las ruinas de un país tribal y moralmente debilitado por la violencia y la represión ideológica e integrista. 

Afganistán

El cambio de la estrategia de seguridad norteamericana en 2017, que sitúa como prioridad a la rivalidad con China y establece la competición entre potencias como nuevo marco de relaciones exteriores, es el origen de este movimiento de fuerzas y recursos cuyas consecuencias se viven hoy en Kabul, pero que se van a prolongar en formas políticas y tácticas distintas y nuevas en la región. Afganistán no deja de ser observado como un interés geopolítico, pero a partir de ahora, de 2017 en realidad, se afronta desde otros parámetros. La guerrilla talibán ha sido consciente de este cambio, ha negociado con los norteamericanos, ha recibido apoyo en Pakistán, se ha reunido con China y Rusia y se encamina hacia un futuro que desconoce por completo. 

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Quiénes son los talibanes se preguntaba esta semana el titular de un reportaje del New York Times, para explicar a la opinión pública cómo este grupo integrista suní, activado como guerrilla antisoviética, constructor de un régimen de terror junto a Al-Qaeda en los años 90, y reactivado como guerrilla insurgente en los últimos 20 años, va a tomar el poder en el escenario geopolítico de Afganistán. Y quiénes son sus líderes en la actualidad. Y si de ellos se puede esperar una política distinta a la de antaño, fundamentalista en la aplicación de la sharía y tormentosa en su discriminación sistemática de la mujer y del resto de derechos humanos. 

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La respuesta no es muy esperanzadora. Haibatullah Akhundzada, líder supremo del movimiento, sacrificó a su hijo en un atentado suicida; Abdul Gani Baradar, negociador con los americanos y líder político, estuvo años encarcelado en el propio Pakistán; Sirajuddin Haqqani, enlace con las monarquías suníes del Golfo, mantiene contactos con la inteligencia paquistaní, y, por tanto, llena de incertidumbre las relaciones con la India; y el mullah Muhammad Yakoub es el hijo del oscuro mullah Omar y representa una importante influencia religiosa. Entre otros líderes de este complejo mundo tribal y radicalizado por la violencia, los talibanes de la actualidad no representan aparentemente opciones muy distintas a las que les enfrentaron al orden liberal. 

Afganistán Haibatullah Akhundzada

Pero el mundo de 2021 es distinto. Las monarquías del Golfo han suavizado sus posturas ideológicas y han reforzado la alianza con Estados Unidos para cambiar su imagen y las dinámicas integristas. Mantienen su rivalidad con el integrismo iraní, lo cual podría convertir al futuro Afganistán en una pieza más de la envolvente anti-chií junto con Pakistán, y por tanto en un elemento de presión contra Irán. Pero a la espera de los movimientos del régimen iraní, esa alianza sunní chocaría también con los intereses y la seguridad de la India. 

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China y Rusia parecen haberse adelantado en sus conversaciones con los talibanes. Intereses estratégicos y comerciales sitúan a los chinos en un tablero del que no querían saber demasiado. Pakistán mantiene una cierta equidistancia en sus relaciones con China y Estados Unidos lo cual podría ayudar al ascenso de la guerrilla, mientras que China, no puede contemplar sin preocupación el establecimiento de un régimen islamista en su frontera con Afganistán, con los uigures musulmanes chinos desprotegidos en sus derechos y creencias. A Rusia le sucede algo similar en su visión incierta y expectante del proceso, con el desmembramiento del sistema soviético en la memoria precipitado por otro error estratégico al invadir Afganistán tras el triunfo de la revolución iraní en 1979. 

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Así las cosas, no resulta descartable que la llegada de los talibanes no signifique el final de la inestabilidad, ni tampoco la victoria del integrismo. Si no más bien la puesta en marcha de la competición entre potencias en la región centro asiática. Una competición de la que Estados Unidos no se ha retirado. Más bien al contrario, una competición para la cual ha establecido una nueva estrategia. 

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