Opinión

Una montaña rusa para Libia

photo_camera Libia

Es fácil perderse en la maraña de relatos superpuestos que caracterizan la actual coyuntura libia, sin aumentar la profundidad de campo hasta ver con alguna nitidez las dinámicas contrapuestas que han llevado a la situación presente. Sin necesidad de remontarnos siglos atrás, un repaso a las dinámicas que han marcado la historia de Libia desde que se inició el colonialismo italiano  ayuda a entender mejor el solapamiento de actores  y de intereses contrapuestos que mantienen a Libia como Estado fallido y tablero de juego para cuitas internacionales.

En 1911, Italia invadió Libia, que formaba parte del Imperio otomano, entrando efectivamente en una costosa guerra contra Turquía, país que admitió su derrota en 1912. El periodo colonial italiano fue tan breve como cruento, y el esfuerzo económico  impulsado por Mussolini acabó resultando pírrico, por cuanto que gran parte del valor creado por Italia en forma de infraestructuras, fue destruido por los ejércitos aliados a los que se enfrentó en la Segunda Guerra Mundial.  En su punto álgido, 1/5 de la población libia estaba formada por colonos italianos, que en su mayoría habían abandonado el país a finales de 1942, coincidiendo con la derrota del Eje. Al final de la guerra, Libia era un país paupérrimo que agregaba tres grandes regiones: Fezzan, Cirenaica  y Tripolitania; divergentes política, económica y religiosamente.

Finalizada la guerra, la Asamblea General de la ONU alcanzó un acuerdo internacional de transición, mediante el cual Libia logró su independencia en 1951, convirtiéndose en una monarquía constitucional y federal regida por Idris, bajo cuyo mandato Libia se unió a la Liga Árabe, si bien el país siguió bajo la tutela de RU y EEUU. En 1959, se llevó a cabo el hallazgo de ingentes yacimientos de petróleo, que brindaron a Libia autonomía económica y un aumento notable del nivel de vida. En 1969 Muammar al-Gadafi, coronel del ejército libio,  dio un golpe de estado que desembocó en la proclamación de la república Libia, marcadamente pro-árabe, y que intervino las compañías petroleras,  en perjuicio de los intereses occidentales. Sin embargo, y  pesar de presentarse como un adalid del panarabismo, Gadafi fue incapaz de establecer relaciones estables con Egipto , Sudán y Túnez, al punto de que en 1977, se llegó a un enfrentamiento armado entre Libia y Egipto, y el régimen de Gadafi entró en una fase de aislamiento caracterizada por su alineamiento con la URSS,  así como por el apoyo a organizaciones armadas revolucionarias como el ELP, IRA y ETA y las FARC, al tiempo que reprimía draconianamente todo amago de organización de una oposición interna.  

Libia estuvo sujeta a sanciones de la ONU hasta 2003. La suerte que había corrido el régimen de Saddam Hussein tras ser invadido por una coalición liderada por EEUU,  bajo la premisa de que poseía armas de destrucción masiva, impulsó a Gadafi a renunciar unilateralmente a su inventario de armas químicas, y someterse de grado a un desármame supervisado por la ONU. Estos gestos llevaron  a la normalización de relaciones con los países occidentales, y pusieron a Libia en la senda de un modesto proceso de reforma y apertura. En 2011, al rebufo de las protestas que caracterización la  Primavera Árabe, se produjeron en Libia manifestaciones antigubernamentales en Benghazi, que se encontraron con una respuesta armada de las fuerzas de seguridad de Gadafi, que causó víctimas mortales y empujó el país al caos, al punto de que las protestas se tornaron en una guerra civil en toda regla entre rebeldes y leales a Gadafi, sin que la desconcertada comunidad internacional hiciese nada por evitar el surgimiento de cientos de grupos armados durante la insurrección  y posterior caída de Gadafi, que sumieron a Libia en la  anarquía, acotada en dos facciones antagónicas y afectada por una pléyade de conflictos solapados,  protagonizados por milicias y líderes tribales. 

Los “gobiernos” del GNA en Trípoli y del LNA en Bengasi, son apoyados militar, económica, ideológica y diplomáticamente por potencias extranjeras: el GNA tuvo el respaldo de Estados Unidos, Italia , Gran Bretaña y Argelia y Qatar,  mientras que el LNA contó con el apoyo de los EAU, Egipto, Arabia Saudita, Francia, Jordania y Rusia, lo que condicionará extraordinariamente la misión diplomática del Alto Representante de Política Exterior y de Seguridad Común de la UE, el español José Borrell: la interferencia extranjera no se traduce en influencia real sobre las acciones de sus respectivos patrocinados,  por cuanto que los movimientos tácticos  de los actores libios obedecen a su propia lógica organizativa interna,  y responden a consideraciones de poder local, incluso personal, que se han podido sostener en el tiempo gracias al flujo de ayuda material externa, pero que enturbian la negociación de una solución política viable. Aunque es plausible argüir que la interferencia extranjera no está en el origen del conflicto, es innegable que ésta sigue siendo instrumental para la prolongación de la crisis, que probablemente ya habría terminado por pura extenuación,  de no haber contado con sustancial apoyo militar y político extranjero. 

Significativamente, todos los agentes entrometidos en el conflicto libio están bajo la égida de EEUU, con la destacable excepción de Rusia, un actor relativamente novel tras su debut en Libia en 2015; por lo que resulta asombroso que la Casa Blanca, lejos de haber orquestado un compromiso político en Libia, haya tolerado un rio revuelto que puede desembocar en  un estado de guerra civil permanente con potenciales ramificarse en países limítrofes, y el Mediterráneo en su conjunto. 

Lejos de ser un escenario futurible, estas dinámicas ya están eclosionando. El detonante ha sido el del acuerdo marítimo libio-turco,  que supone un incentivo para que el LNA de Hafter acelere su ofensiva para tomar Trípoli , deponer al GNA de Fayez al-Sarraj e invalidar el acuerdo, lo que como contrapartida obliga a Turquía a honrar el acuerdo de apoyo militar al GNA, respondiendo a la petición formal de Sarraj de tropas turcas sobre el terreno, un guante que ya ha sido recogido por Erdogan, enrareciendo, al menos en apariencia, las relaciones con Putin, con quien se reunirá en Ankara el próximo 8 de enero, precisamente el día previsto para que el parlamento turco someta a votación preceptiva el despliegue de tropas turcas en Libia. Cabe notar que este contexto tiene como trasfondo el pacto entre Rusia y Turquía en Siria, por lo que es probable que Putin no desaproveche la oportunidad de socavar los intereses de la OTAN en Libia, alcanzando una entente más o menos cordial con Erdogan, similar en espíritu a la establecida en Siria, y que equilibraría el frente que Egipto, Israel, Grecia y Chipre hacen en detrimento de los intereses turcos por la explotación de los yacimientos de hidrocarburos en la zona. Las dificultades logísticas consecuencia de la distancia entre Libia y Turquía, la presencia actual de un contingente de 1.500 mercenarios del Grupo Wagner combatiendo para el LNA, y el potencial establecimiento de una zona de exclusión aérea  a iniciativa de Italia, junto con la hostilidad hacia Turquía de los demás países de la región, son factores a sumar a los acuerdos comerciales suscritos por Putin y Erdogan, que nos dan píe a albergar la sospecha de que ambos líderes están escenificando las condiciones para un entendimiento sobre el reparto de Libia, que ya se ha producido.