El SPD exige la dimisión del excanciller que acabó a sueldo del régimen de Vladímir Putin

Gerhard Schröder, símbolo de la parálisis alemana en la guerra de Ucrania

AFP/ALEXANDER NEMENOV - Esta foto de archivo tomada el 21 de diciembre de 2004 muestra al presidente ruso Vladimir Putin (izq.) y al entonces canciller alemán Gerhard Schroeder (der.) durante una conferencia de prensa tras las conversaciones sobre acuerdos energéticos y la venta del desmantelado grupo petrolero Yukos

Dicen de él que actúa desde hace años “solo como un hombre de negocios” y que debería dejar de ser visto “como un estadista”. También exigen que renuncie. Que renuncie a todo. En primer lugar a su militancia en el Partido Socialdemócrata alemán, donde ejerció el poder, y después a sus cargos con salarios astronómicos en las petroleras estatales rusas, donde engrosa sus cuentas. En Alemania, en su propio país, el asunto es un clamor desde hace décadas, sobre todo en el seno del que fue –y es– su partido. Pero nadie parece capaz de convencerle. Es más, cada crítica que se cierne sobre su figura reafirma su decisión: seguir adelante. 

“Gana su dinero con su trabajo para empresas estatales rusas y su defensa de Vladímir Putin sobre las acusaciones de crímenes de guerra es absurda”, declara la copresidenta del SPD, Sasia Esken, al semanario Der Spiegiel. “Su actitud ha dejado de ser compatible con los principios del partido. Tiene que decidirse entre ser un militante del SPD o un defensor de Putin”, asegura el candidato socialdemócrata del Estado de Renania del Norte-Westfalia, Thomas Kutschaty, inmerso en una campaña electoral. Hoy todos reniegan de su legado, aunque no hace mucho tiempo la centroizquierda alemana, y el arco político en su conjunto, cerraba filas en torno a su líder

Sobre Gerhard Schröder se han dicho y escrito muchas cosas, aunque pocas son las que se conocen. Es sabido que ocupó la cancillería alemana durante siete años, desde 1998 hasta 2005, y que su estancia en el poder estuvo marcada por su vocación reformista, abandonando los preceptos clásicos de la socialdemocracia. Reducir el peso del Estado y modernizar la economía, estas fueron las recetas del ‘nuevo centro’ acuñado por el propio Schröder, una tercera vía similar a la de Blair en Reino Unido o Bill Clinton en Estados Unidos que le valieron las críticas del ala izquierda del SPD.

Gerhard Schröder

Habilidoso en sus juegos de poder, Schöder consiguió la reelección en 2002 por la mínima después de sellar una coalición con el Partido Verde de Joschka Fischer. Aunque tres años después su ardid político no le valdría para revalidar el puesto al frente del Ejecutivo, un fracaso que le apartó definitivamente de la primera línea política, de donde no llegó a irse del todo. Su retirada permitió que el SPD se mantuviera en un Gobierno de gran coalición liderado por los conservadores de la CDU, capitaneados por primera vez por una bisoña Angela Merkel, a quien Schröder atribuiría años después falta de liderazgo. 

En el escenario internacional, el legado del segundo y definitivo mandato de Schröder estuvo caracterizado por un fuerte distanciamiento con los Estados Unidos de George W. Bush, a quien llegó a catalogar de fundamentalista, y por el consiguiente refuerzo del eje franco-alemán como resultado de la negativa conjunta a la invasión de Irak, coprotagonizada por el presidente francés Jacques Chirac. Pero la decisión que definió su política exterior fue su férrea alianza con la Rusia de Vladímir Putin, a quien recibió varias veces en Berlín y con quien cerró una estrecha asociación estratégica en materia energética que se dilata hasta la actualidad. 

En sus memorias, publicadas en 2006, Schröder cargó contra buena parte de sus coetáneos en política. Apenas tuvo palabras afables para ningún líder, salvo para uno: Vladímir Putin. Del presidente ruso alabó su visión, que esbozaba en aquellos primeros años un reencuentro con Europa. Schröder interpretó las señales del sucesor de Borís Yeltsin como el inicio de una nueva era: “la Casa Europea, de Vladivostok a Lisboa”. Dos años antes había asegurado que Putin era un “demócrata intachable”, aunque a la luz de los hechos moderó sus halagos. 

Nord Stream 2

La cercanía entre ambos era tal que el presidente ruso se dirigió en 2001 a los diputados alemanes desde la tribuna del Bundestag para, en un alemán de Dresde, tender la mano a “una nación europea amiga”. Son los tiempos en los que Putin vendía una paz duradera en el Viejo Continente, y son también los tiempos en los que la plana mayor del Parlamento teutón no mostraba reparos en ovacionarle, Merkel incluida. Pero ese legado, esos tiempos, pronto quedarían mancillados.

Corrupción

Dos semanas después de abandonar la cancillería, tal y como cuenta en una reciente entrevista para 'The New York Times', Gerhard Schröder recibió una llamada telefónica de Vladímir Putin. En ella, el líder ruso le encomendaba acabar lo que meses antes había empezado como representante del pueblo alemán, pero en esta ocasión lejos de sus funciones ejecutivas, trabajando para los intereses del Kremlin y para los suyos propios. Los planes de Putin pasaban entonces por que Schröder dirigiera el comité de accionistas de Nord Stream AG, la compañía estatal rusa encargada de construir el primer gasoducto submarino que conectaría Rusia y Alemania. El ya excanciller alemán aceptó. 

Fueron muchas las variables que entraron en juego. En primer lugar, la estrecha amistad trabada años antes con Putin, con quien después ha llegado a compartir numerosas conversaciones, viajes, vacaciones o celebraciones de cumpleaños, y de quien nunca ha renegado. En segunda instancia, su evidente participación previa en el proyecto, pues, sin ir más lejos, en sus últimos días como canciller ratificó un crédito de 900 millones de euros a Gazprom, la petrolera estatal rusa, para la construcción del gasoducto. Y, por último, el suculento botín: un salario superior a los 270.000 euros anuales que se sumaba a su remuneración vitalicia de 8.500 euros como antiguo canciller.

Nord Stream

La realidad es que el ex jefe del Gobierno alemán aprovechó sus prerrogativas para lucrarse a título privado escasos días después de dejar el cargo, y no solo eso, sino que lo hizo además a sueldo de otro Estado dirigido por un autócrata en ciernes. La sociedad civil alemana fue consciente entonces de que el paulatino acercamiento que durante años había fomentado su líder no respondió, al menos en su totalidad, a los intereses del pueblo alemán, sino a los intereses personales del socialdemócrata, quien incluyó en la jugada a las compañías alemanas ON Ruhrgas y BASF Wintershall, ambas de titularidad privada. 

La paradoja es que Ucrania fue la gran perjudicada por el proyecto cuando este entró en vigor en 2011. El gasoducto Nord Stream I cruza las profundidades del Báltico –de la misma forma que el Nord Stream 2, bloqueado tres semanas después del inicio de la agresión de Rusia–, y conecta directamente el puerto ruso de Víborg con el alemán de Greifswald. Esto permitió a Moscú prescindir de Ucrania para el transporte del gas a Europa. Los conductos ucranianos tenían capacidad para enviar 150.000 millones de metros cúbicos anuales al continente, y eran utilizados por el Gobierno de Kiev como moneda de cambio y herramienta de presión para arrancar concesiones políticas y económicas al Kremlin. 

Inaugurado en plena era Merkel, el proyecto Nord Stream I apartaba de la ecuación, entre otros países europeos, a Ucrania, que perdía así millones de euros en ingresos por derechos de tránsito, pero debilitaba a su vez la posición de Alemania con respecto de Rusia. Berlín pasó a depender en materia energética de Moscú, una situación similar a la del resto de países de la Unión Europea, y la decisión tomada por la canciller conservadora de desconectar de forma definitiva sus centrales nucleares en un plazo de 10 años no hizo sino agravar esta dependencia que hoy sufre en sus carnes su sucesor Olaf Scholz.

Reminiscencias de la Ostpolitik 

La política de contención puesta en marcha por Merkel, quien ha sido duramente criticada en los últimos días por su laxitud con el régimen de Vladímir Putin, no es nueva en absoluto. Gerhard Schröder llegó más lejos, pero tampoco puede arrogarse la etiqueta de precursor de una estrategia exterior practicada por Alemania desde hace décadas. Eso sí, el iniciador de la conocida como ‘Ostpolitik’, doctrina de acercamiento con Europa del Este, y con la Unión Soviética, fue un socialdemócrata, Willy Brandt, primero como ministro de Exteriores y después como canciller a finales de los sesenta.

Angela Merkel Vladímir Putin

Schröder tiene en su despacho una estatua de Brandt, un reflejo de su influencia. Después del histórico socialdemócrata fueron varios los cancilleres que mantuvieron una estrecha relación comercial con la Unión Soviética, sobre todo en cuestiones energéticas. Y desde entonces las cosas no ha cambiado a pesar de que se sucedieron acontecimientos de calado como la invasión soviética de Afganistán o la amenaza de intervención en Polonia. Hasta hoy, cuando la invasión a gran escala lanzada por Putin ha alterado el escenario alemán.

Desde los pasillos del poder en Berlín se cuestionan ahora los lazos comerciales que les han vinculado con Rusia, con un régimen cuyas manos están manchadas de sangre a raíz de las atrocidades cometidas en Bucha o Borodyanka, y ponen en tela de juicio una postura cimentada sobre la creencia de que un Kremlin dependiente del comercio con Occidente, y en especial con Alemania, cuenta con escaso margen de maniobra. Nada más lejos de la realidad. Putin hace y deshace a placer mientras el gas ruso fluye a borbotones hacia Alemania, financiando por el camino su guerra en Ucrania. Todo ello con la aquiescencia de los sindicatos teutones, porque Schröder es solo es la punta del iceberg.

El excanciller secundaba, y parece que sigue haciéndolo, esta visión positiva del comercio. Pero en ese barco quedan pocos tripulantes, y los que están abanderan un pragmatismo cínico, porque quieren evitar a toda costa lo que se prevé como la peor crisis para Alemania desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El cierre del suministro de gas procedente de Rusia se traduciría en el cierre cuasi inmediato de buena parte de su industria, un golpe al corazón de la hasta ahora boyante economía alemana. Por eso el canciller Olaf Scholz no termina de dar el paso definitivo, porque se juega la estabilidad de su país.

Olaf Scholz

La postura de Schröder es inamovible. En todo este tiempo no solo no ha entonado el ‘mea culpa’, sino que se ha reafirmado en su decisión y ha despreciado la idea de poner tierra de por medio con Vladímir Putin. Tanto es así que el personal de su oficina parlamentaria dimitió en masa, incluido su jefe de personal y su redactor de discursos durante los últimos 20 años. Schröder revocó además su ciudadanía honoraria de Hannover antes de que su ciudad natal pudiera quitársela, y canceló su abono del Borussia Dortmund cuando el club de fútbol le pidió condenar la agresión de Putin.

En un intento por mejorar su imagen, el excanciller se desplazó a Moscú para mantener una audiencia con el presidente ruso, a quien pidió un esfuerzo para acabar con la invasión en Ucrania. Como era de esperar, no tuvo éxito, pero la negativa no alteró sus planes. Aunque después declaró que, a su juicio, esta guerra “fue un error”, y que “lo que tenemos que hacer ahora es crear la paz lo antes posible”, respondió que los hechos “debían de ser investigados” al ser preguntado por la masacre de Bucha.

Hasta la fecha, el que fuera jefe de Gobierno de la mayor economía de la zona euro y una de las cabezas visibles de la Unión Europea a principios del siglo XXI continúa ejerciendo como presidente del Consejo de Administración de Rosnef, la compañía petrolera perteneciente al Gobierno ruso, un puesto desde el que se embolsa un montante superior a los 600.000 euros anuales. Schröder, además, aún no ha sido alcanzado por las sanciones después de cinco lotes impulsados desde las instituciones europeas.

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