El proceso de transición se ralentiza en un país determinante para la seguridad y estabilidad regional

Libia: el reto de reconstruir un Estado fallido

REUTERS/GORAN TOMASEVIC - Un combatiente rebelde sostiene una bandera del Reino de Libia y un cuchillo durante un bombardeo de soldados leales al líder libio Muamar Gadafi en una batalla cerca de Ras Lanuf, el 4 de marzo de 2011

Afectada por la guerra, la nación norteafricana entra en fase determinante para poner fin a una década de conflicto. 

Después de cuatro décadas bajo la dictadura del coronel Muamar Gadafi, Libia se convertiría en el tercer régimen autocrático, por detrás de Túnez y Egipto, en ceder ante el alud revolucionario desatado en su vecino occidental a raíz del suicidio de Mohamed Bouazizi, un joven vendedor ambulante que se prendió fuego ante la precariedad y la falta de oportunidades en su país. Este suceso provocaría una oleada de protestas en el mundo árabe cuyas demandas giraban en torno al aperturismo democrático, el respeto de los derechos humanos y el reparto equitativo de la riqueza.  

Inspirados por las movilizaciones masivas en Túnez, la sociedad libia tomó las calles para exigir una mejora de sus condiciones de vida y la renuncia del dictador. Sin embargo, el caso de Libia no seguiría los pasos ‘a priori’ exitosos que venían dándose en Túnez y Egipto, donde los autócratas Zine El Abidine Ben Ali y Hosni Mubarak acabarían cayendo con motivo de la presión externa y del creciente hartazgo interno. No así en Libia, pues Gadafi nunca abandonó la idea de perpetuarse en el poder y desplegó una respuesta violenta que degeneró en una cruenta guerra civil en febrero de 2011. 

Los rebeldes se asentaron en Bengasi, al noroeste del país, para combatir a las fuerzas leales al Gobierno, dando lugar a encarnizados enfrentamientos que acabaron con la vida de centenares de civiles a manos de las facciones gadafistas. Unos hechos denunciados por la comunidad internacional que estimularían la posterior intervención de la OTAN. Estados Unidos se mostró reticente a participar del conflicto, sin embargo, la iniciativa de París arrastró consigo a Washington y Londres, que respaldaron a los insurgentes y bombardearon las posiciones de Gadafi. 

Tras meses de estancamiento, un avance de los rebeldes se saldó con la toma de la capital. Y el dictador huido, en su retorno a su ciudad natal de Sirte, acabaría siendo capturado y asesinado por los revolucionarios en octubre de 2011, en unas atroces imágenes que quedarían para la posteridad.   

Segunda guerra civil 

Con un país quebrado y en ruinas, los rebeldes se hicieron con Libia en detrimento del débil Consejo Nacional de Transición (CNT) y los sucesivos gobiernos, incapaces de tomar el control. La nación norteafricana, hasta entonces uno de los actores regionales más estables y desarrollados, se convertiría en un Estado fallido sin estructuras institucionales sólidas donde proliferaron numerosos grupos armados que tomaron la justicia por su mano. 

Muamar Gadafi

Antes de ser derrocado, Gadafi liberó además a centenares de islamistas encarcelados durante su régimen, conocido como la Yamahiriya, de carácter en mayor o menor medida secular, con la intención de apaciguar el levantamiento en su contra. Una decisión que, lejos de cumplir sus expectativas, favoreció el surgimiento de formaciones islamistas y grupos yihadistas-salafistas.

Los recurrentes estallidos de violencia, las históricas tensiones territoriales entre las regiones de Tripolitania, Fezán y Cirenaica, y la fractura tanto política como militar arrastraron a Libia a una nueva contienda fratricida tan solo tres años después de la caída de Muamar Gadafi.  

Antes del inicio del conflicto, el país atestiguó un aumento exponencial de la inseguridad, causado por las profundas divisiones étnicas e ideológicas, así como la eclosión de dos tendencias antagónicas que más adelante rivalizarían por el poder. Por un lado, las fuerzas del general Jalifa Haftar y, por el otro, los Hermanos Musulmanes. 

La división del país en dos focos de influencia, radicados en Trípoli y Tobruk, en liza por el dominio de Libia, se vio condicionado además por la aparición de un tercer actor: Daesh, que conquistó enclaves determinantes y consolidó su emirato, hostigando al resto de fuerzas presentes en el país. 

Este acontecimiento internacionalizó de forma definitiva el conflicto, pues obligó tanto al nuevo Egipto de Abdel Fattah al-Sisi como a los Emiratos Árabes Unidos a intervenir en favor del general Haftar y del Gobierno de Tobruk, ubicado al este del país. También Rusia pasó a integrar esta alianza en el marco de un combate a gran escala contra la amenaza terrorista. Al oeste quedó el denominado Congreso General de la Nación, organismo sustituto del Consejo Nacional de Transición, copado por perfiles próximos a los Hermanos Musulmanes, pero integrado a su vez por islamistas moderados y demócratas.  

Enfrentadas entre sí, las partes sumieron a Libia en otra espiral de violencia que originó un nuevo conflicto bélico. 

Es entonces cuando aparece de nuevo la comunidad internacional para atajar la crisis. Naciones Unidas y la Unión Europea reúnen en 2015 a los gobiernos de Tobruk y Trípoli en la ciudad marroquí de Sjirat. Y consiguen cerrar un acuerdo de mínimos que se salda con la creación del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN), cuyo objetivo pasa por unificar las instituciones duplicadas.

Tumbas Libia

El pacto resulta ser un fracaso y, lejos de resolver el conflicto, se limita a recalibrar la dinámica de alianzas. La guerra avanza y se enquista. Países como Francia o Arabia Saudí renuevan su apoyo al general Haftar en Tobruk; otros como Italia, Turquía o Qatar, hacen lo propio con el nuevo Gobierno en Trípoli de Fayez al-Sarraj. 

La posición de preeminencia de Haftar le empuja a llevar a cabo en 2019 una ambiciosa ofensiva sobre Trípoli. La denominada Operación Inundación de Dignidad, que pretendía tomar la capital, naufraga y no consigue someter al Gobierno de Acuerdo Nacional, con devastadoras consecuencias para la población civil.  

Este ataque no hizo sino reforzar el apoyo militar de Turquía al Gobierno de Acuerdo Nacional. Por lo que ninguna de las partes tenía ya superioridad sobre la otra, y el enfrentamiento quedó congelado. 

Conferencia de Berlín 

Después de un nuevo repunte de la violencia, el conflicto libio entró en un escenario de aparente distensión a raíz del anuncio del levantamiento por las fuerzas de Haftar del bloqueo a los puertos de embarque y terminales petroleros. Y, sobre todo, con la firma de un alto el fuego provisional auspiciado por la ONU a través de la Misión de Apoyo de las Naciones Unidas en Libia (UNSMIL, por sus siglas en inglés) en octubre de 2020. Un acuerdo negociado en Ginebra por cinco representantes militares de las partes involucradas, por lo que se conoce como Comité Militar Conjunto de Libia 5+5

La jefa de la misión de Naciones Unidas en el país y actual enviada especial de la organización para Libia, Stephanie Williams, solicitó la completa retirada de los mercenarios desplegados en Libia. Condición ‘sine qua non’ el alto el fuego no podría tener vigencia. Y es que, tanto Turquía como Rusia, actores rivales en el tablero libio por sus respectivos apoyos al Gobierno de Acuerdo Nacional y al Parlamento de Tobruk, habían comenzado a enviar meses antes lotes de efectivos militares sobre el terreno.  

Moscú utilizó el grupo Wagner, una compañía militar privada vinculada al Kremlin; mientras que Ankara echó mano de soldados del Ejército Libre de Siria, opositores del régimen de Bachar al-Asad. A pesar de las dificultares, un mes después del alto el fuego, en noviembre de 2020, dieron comienzo las conversaciones para la resolución efectiva del conflicto. De esta forma germinó el Foro de Diálogo Político Libio (FDPL).

Conferencia de Berlín

Fueron necesarios tres meses de negociaciones para cerrar un acuerdo de transición. Al menos 74 representantes de todas las facciones –incluidos partidarios del régimen de Muamar Gadafi– y delegados designados por la ONU convinieron en celebrar elecciones parlamentarias y presidenciales “creíbles, inclusivas y democráticas” el 24 de diciembre de 2021. Una fecha con evidentes reminiscencias históricas, pues ese mismo día, pero de 1951, el rey Idris I proclamaba la independencia del país. 

Hasta entonces, el poder ejecutivo estaría en manos de un Gobierno interino, encabezado por un primer ministro independiente, y de un Consejo Presidencial, integrado a su vez por tres personas –un titular y dos suplentes– procedentes de las tres regiones principales de Libia, en un intento por dejar atrás las rivalidades territoriales. Fueron definidos, además, los criterios de elegibilidad y una cuota del 30% para la representación de las mujeres en el Parlamento. Aunque no sería hasta febrero de 2021 cuando fueron elegidos los perfiles que pasarían a ocupar la nueva arquitectura institucional.  

Después de una rápida votación marcada por los desacuerdos sobre el mecanismo de voto, Abdul Hamid Dbeibé y Mohamed Menfi ganaron con 39 votos del total de 74. El primero ocuparía la jefatura del Gobierno; el segundo encabezaría el Consejo Presidencial. Uno proveniente del oeste y otro del este. Simbolismos para la reconciliación. 

Para el proceso electoral de diciembre sería necesario un marco jurídico ‘ad hoc’, por lo que las partes convinieron en redactar una Carta Marga que sustituyera a la de 2017 y recogiera una ley electoral. 

Aunque la nueva estructura constitucional nunca llegaría a entrar en vigor antes de la fecha electoral prevista. En su defecto, presidente de la Cámara de Representantes, Aguila Saleh, promulgó por decreto una ley sobre las elecciones presidenciales sin una votación formal en el pleno del Parlamento. 

El acuerdo reconocía la soberanía nacional sobre todo el territorio libio y abogaba por poner fin a la presencia de tropas extranjeras y mercenarios. Entre los objetivos se contaban los de asegurar la paz, unificar las instituciones, mejorar las condiciones materiales de los libios y reactivar la economía, combatir la corrupción y promover el cumplimiento de los derechos humanos. Pero el Foro de Diálogo Político Libio cometió errores de bulto que lastrarían el proceso de transición. 

Jan Kubis

Naciones Unidas sustituyó la búsqueda del consenso por las mayorías de voto para agilizar el proceso, lo que rehabilitó las viejas dinámicas de apoyos intercomunitarios y alianzas de poder. La legitimidad de las figuras políticas elegidas es limitada. Como recoge el ‘think tank’ Carnegie Endowment for International Peace, Dbeibé y sus compañeros de candidatura no ganaron porque atrajeran un fuerte apoyo entre los 74, sino porque muchos en el foro de negociación “trataron de asegurar la derrota de sus competidores”. 

El acuerdo tampoco consiguió revertir la fractura institucional a pesar del respaldo de todos los actores. Nadie estuvo dispuesto a renunciar a su cuota de poder a la espera de la viabilidad de los comicios. 

La facción del este, una suerte de bicefalia representada por las figuras del general Haftar y del presidente de la Cámara Aguila Saleh, mantiene inamovible desde entonces su influencia. Un hecho que imposibilita la reconciliación nacional y dificulta la agenda de encuentro. Es precisamente esta división territorial el factor que bloquea la redacción de una nueva Constitución, un marco legal que activaría el proceso. 

Además, la falta de renovación de perfiles en la mesa de negociación cortó de raíz la participación de nuevas figuras y dejó en manos de la “vieja guardia” presente durante la guerra el proceso de transición. 

Una transición a cámara lenta 

El 16 de marzo de 2021, el Gobierno de Unidad Nacional (GNU) echaba a rodar después de conseguir la mayoría en una inédita sede parlamentaria compuesta por diputados de ambas facciones y reunida en Sirte. Aunque la elección del acaudalado empresario Abdul Hamid Dbeibé como candidato no estuvo exenta de polémica, el Ejecutivo en funciones salió adelante con el visto bueno de Trípoli y Tobruk.

Dbeibe Libia

Las primeras críticas se enfocaron en la tímida representación de las distintas etnias y pueblos del país, así como en el vasto tamaño de su Gobierno, conformado por más de 30 ministros. Algunas voces a nivel nacional e internacional exigían en su lugar un gabinete de mínimos con una importante presencia de perfiles tecnócratas. 

La adscripción ideológica del nuevo primer ministro, una figura reconocida, pero sin bagaje previo en política, estuvo asociada desde un primer momento con el islamismo conservador que abandera el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan, mezclado con una defensa del liberalismo económico. 

En vista de su composición y recorrido, el Gobierno en su conjunto carece de una orientación política definida. Y es que, además de tener una composición heterogénea que incluye a personalidades de la era Gadafi, académicos y miembros sin experiencia, no se ha significado de forma explícita con ningún actor internacional con presencia en el conflicto libio. De hecho, el propio Dbeibé ha viajado tanto a Ankara como a El Cairo, en una suerte de juego a dos bandas destinado a preservar su imparcialidad y ganarse la confianza de sus interlocutores.  

Al mismo tiempo, el jefe de Gobierno priorizó la recuperación económica del país, lastrada por la guerra civil y agravada por la crisis de la COVID-19, con el horizonte puesto en la celebración electoral. 

El encargo principal de la ONU a Trípoli pasaba por garantizar el proceso de votación y que este pudiera celebrarse en la fecha prevista inicialmente, el 24 de diciembre de 2021. Un encargo que no se ha visto cumplido. 

La Alta Comisión Electoral Nacional (HNEC, por sus siglas en inglés), el organismo independiente encargado de establecer los mecanismos para la presentación de candidaturas creado en 2012 por el Consejo Nacional de Transición tras la caída de Muamar Gadafi, es responsable del registro de los candidatos y votantes, la acreditación de medios de comunicación y observadores internacionales, del recuento de votos y del anuncio de los resultados. Y en un principio, fijó la celebración de las elecciones parlamentarias para la segunda vuelta de las presidenciales.

Manifestación Haftar

Más allá de algunos incidentes esporádicos y los constantes desacuerdos entre la Cámara de Representantes de Tobruk y el Consejo Presidencial de Trípoli, el trámite electoral parecía en mayor o menor medida encarrilado. Tanto es así que la Comisión Electoral abrió con un mes y medio de antelación el plazo para inscribir las candidaturas presidenciales.  

Pero la creciente inseguridad y los rumores que señalaban al primer ministro interino de intentar retrasar la fecha de elecciones tambalearon la situación. Y no sería hasta un mes antes de la celebración electoral cuando el proceso sufrió un revés determinante: el enviado especial de la ONU para Libia, Ján Kubiš, renunció abruptamente tan solo 10 meses después de asumir el cargo por las continuas discrepancias con el secretario general de la organización, António Guterres. Un golpe de efecto que hizo saltar las alarmas acerca de la viabilidad de los comicios 

Candidatos marcados por la polémica

La cuestión de las candidaturas se transformó con celeridad en el primer obstáculo para la celebración electoral. De la extensa nómina de postulantes a la presidencia, destacaron tres nombres cuya mera presencia en la campaña provocó la reacción de la comunidad internacional y un movimiento refractario a nivel nacional.  

El surgimiento de estas candidaturas representó además un desafío jurídico a resolver por la duplicidad de estamentos legales y la actividad de la Comisión Electoral, un organismo débil que no contaba con el respaldo de todas las facciones en Libia. Los tres candidatos fueron el actual primer ministro, Abdul Hamid Dbeibé; el hombre fuerte del este, Jalifa Haftar; y el hijo predilecto del dictador Muamar Gadafi, Saif al-Islam Gadafi. Una tríada controversial que polarizó el clima preelectoral. 

Al asumir el cargo de primer ministro en funciones, Abdul Hamid Dbeibé había renunciado a postularse como candidato para la campaña presidencial. Y por si este hecho no fuera suficiente, las normas vigentes impedían al hombre de negocios de 63 años participar en las elecciones, pues en ese caso tendría que haber renunciado al cargo al menos con tres meses de antelación antes de los comicios. Un requisito que, por supuesto, no cumplió. 

A pesar de los diversos recursos presentados contra su candidatura, los diferentes tribunales de Justicia desestimaron las causas, y Dbeibé pasó a ocupar el puesto de favorito en las estimaciones. Además, se extendieron los rumores de que el jefe de Gobierno interino habría cometido regularidades utilizando fondos públicos para condicionar en su favor la votación.

Saif al-Islam Gadafi

El general Jalifa Haftar presentó su candidatura dos días después de que lo hiciera el hijo de Gadafi. Para ello renunció a los títulos militares. En un primer momento su papeleta fue rechazada, sin embargo, horas después acabaría siendo aceptada tras la interposición de recurso de apelación. Su candidatura para la Jefatura del Estado ha sido recibida con un creciente desencanto por una gran parte del país por su ofensiva contra Trípoli en 2019, así como por su perfil de dudosas credenciales democráticas. 

Saif al-Islam Gadafi, quien fuera el ‘número dos’ y posible heredero del régimen dictatorial de su padre, reapareció en público una década después de experimentar una odisea y mantenerse con vida de forma rocambolesca. Los tribunales suspendieron su participación en las elecciones, para después aceptar su candidatura. El mismo recorrido que Haftar. Sin embargo, su imagen evoca al infame período de Muamar Gadafi, desacreditado por buena parte del país. Y su mera presencia incendió aún más el escenario previo a las elecciones. 

Un clima incierto 

La viabilidad legal de estas candidaturas está aún por determinar ante la inexistencia de un marco jurídico sólido y aceptado por las partes. El Consejo Presidencial ha exigido al Parlamento de Tobruk la unificación de criterios y el establecimiento definitivo de una legislación electoral conjunta. Un encuentro donde la ONU ejerce como moderador necesario para desatascar transición política en Libia. 

La cumbre de París, organizada en noviembre por el Elíseo, presionó a la comunidad internacional para la celebración de las elecciones, pero no contó con la presencia de Putin y Erdoğan. Ambos obstaculizan el período transicional con el envío de mercenarios, cuya facciosa presencia amenaza la seguridad nacional de Libia. En las últimas semanas se vienen registrando numerosos abandonos de tropas extranjeras, y el país norteafricano se aleja paulatinamente de la injerencia exterior. Aunque aún quedan remanentes. 

Una década después del derrocamiento de uno de los regímenes más longevos del continente, Libia afronta un período determinante para poner fin a la fractura territorial y erigir de nuevo una estructura estatal sólida, capaz de abarcar la totalidad del país e incidir en las vidas de la población. Este último punto es determinante. El ciudadano libio ha de verse partícipe del proceso y reconocer en el futuro del país su propio futuro.

Parlamento Tobruk

A tenor de la actuación del Gobierno interino, Libia avanza en la inestabilidad y recupera de forma paulatina su actividad. Sin embargo, al primer ministro Dbeibé se le agota el crédito y no ha cumplido la hoja de ruta establecida, sin ni siquiera sentar las bases para una celebración electoral a corto plazo. 

El grado de dificultad de su tarea es mayúsculo y el tiempo corre en su contra. Si no es capaz de tejer una alianza sólida a nivel interno, la transición en Libia puede verse paralizada ‘sine die’, lo que podría desembocar en una nueva escalada de las tensiones y en la imposición de una agenda que no cuente con el consenso ni con los procedimientos democráticos. La amenaza de Daesh continúa latente. 

No sobran candidatos para imponer un nuevo régimen, y en el peor de los escenarios el país podría volver a vivir una nueva guerra. El consenso ha tenido un componente más de estrategia que de verdadero convencimiento, pero solo el futuro dirá si Libia recupera la tan ansiada estabilidad. 

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