Medineando por Marrakech (I): la patria de Juan (sin tierra)

photo_camera Plaza de Xemaa El Fna

Antonio Navarro Amuedo

“Hubo un tiempo en que el mercado, la gran plaza, el espacio público era el lugar ideal para el esparcimiento de lo real confundido con lo imaginario, el territorio en que las palabras inventadas se asumían al pie de la letra, crecían, se ayuntaban y concebían como seres de carne y hueso, los discursos se entremezclaban, las leyendas tomaban vida, lo sagrado era sometido a burla sin dejar de ser sagrado, la risa precedía a la palabra y esta premiaba al juglar o feriante en el momento de pasar el platillo… Sólo una ciudad, Marraquech, la plaza Xemaá-el-Fna, mantiene hoy el privilegio de abrigar el extinto patrimonio oral de la humanidad”, escribió en 1996 el escritor Juan Goytisolo de la ciudad protagonista de estas líneas. No puede decirse mejor. Si Marruecos no existiera habría que inventarlo. Nuestra experiencia aquí y allá nos permite hacer una afirmación osada como esa. De otros países, quizás el Reino Unido, puede decirse algo similar. Con Marrakech, rompeolas del Magreb, cruce de caminos del Atlas y el desierto, de la costa atlántica y las áridas llanuras del argán, la más africana de las urbes de Marruecos, pasa lo mismo. Agradecidos hemos de estar a la humanidad –un motivo para congraciarnos con nuestra especie en tiempos de sonrojo- por haber concebido siglo a siglo, piedra a piedra, historia a historia, verso a verso, la ciudad de Marrakech. 

En una esas cabriolas con que Marruecos tan habitualmente nos obsequia -y que nos hacen amarlo más aún, qué remedio- la ciudad de Marrakech ha dejado inesperadamente de ser Capital Africana de la Cultura 2020. El título que la villa ocre iba a estrenar con orgullo este viernes 31 de enero –y con él una panoplia de actividades culturales, conciertos, muestras— se ha disuelto como un terrón de azúcar en un vasito ardiente de té moruno, o, si lo prefieren, evaporado como el perfume a yerbabuena que emana de las teteras metálicas que pueblan los veladores de la plaza de Xemaa El Fna. Espacio de la palabra que seguirá siendo el protagonista de este periplo por la ciudad ocre con independencia de galardones pasajeros y de quita y pon. Porque poco le importa, a buen seguro, a los vendedores de babuchas y ropa de cuero y a los contadores de historias de la plaza, fruto por antonomasia del lento paso del tiempo y de la historia, que el apelativo haya marchado a otra parte. Marrakech es capital de la cultura africana por mucho que algunos chapuceros –poco sabemos de lo que ha pasado- hayan hecho mal su trabajo. Lo es de la cultura continental y mundial por derecho propio. No todas las ciudades pueden presumir de un orgullo tal. 

Xemaa El Fna

Y ha tenido que ser que la capitalidad africana recaiga de rebote en Rabat, caprichos de la vida, patria chica en el Magreb de quien perpetra estas torpes líneas. No dudamos de que este tipo de títulos sirvan en esta sociedad del eslogan, los ‘vlogeros’ y el tuit para atraer turistas dispuestos a dejarse unos puñados de dírhams en las tiendas del zoco -tras el perceptivo regateo- y alojándose en riads –casas tradicionales de la ciudad vieja, muchas de ellos convertidos hoy en establecimientos hoteleros de lujo-, y de que ello sirva para mejorar la existencia de los protagonistas del mayor espectáculo del mundo magrebí, el de la medina. Pero estamos convencidos de que tanto la ciudad de Rabat como la de Marrakech contemplan desdeñosas los honores. A la capital de Marruecos le sobran, probablemente, muchos de los excesos urbanísticos que se perpetran especialmente a lo largo de las orillas del río Bu Regreg en los últimos años, rascacielos y teatros rutilantes incluidos. Estamos convencidos de que la bella ciudad de los moriscos saldrá airosa, gracias a sus gentes y a su luz, del trance contemporáneo. De momento no nos cabe otra cosa que el gozo de revisitarlas. 

No es la única coincidencia que une el destino y la biografía de quien teclea estos párrafos con las ciudades de Rabat y Marrakech. Tal vez los años más felices e intrépidos de nuestra existencia por el momento transcurrieron en la animada calle de Youssef Ibn Tachfine de la capital de Marruecos, concretamente en el barrio de Hassan, donde vivíamos. Ibn Tachfine, primer emir de la dinastía bereber de los almorávides, fue el fundador en 1062 de la ciudad de Marrakech. Entre Marrakech y la ciudad donde nacimos, Sevilla, también hay, además, lazos especialmente simbólicos. El alminar de la mezquita Kutubía, vigía de la citada plaza de Xemáa El Fna con su bellos paños de sebka y sus 77 metros de altura, sirvió como modelo del minarete de la mezquita mayor de Isbylia –la posterior Giralda-, símbolo de la capital andaluza. 

Nos deslizamos lentamente hacia la segunda década del siglo veintiuno y Marrakech -con su millón escaso de habitantes y grandes contrastes sociales- se enfrenta, cara a cara, con los tiempos del selfi, Instagram, el turismo mochilero y de ‘well-being’ y la explotación de un orientalismo chusco y superficial. La foto fácil del arco y el viejo de la chilaba, el borrico con alforjas que avanza penoso por los callejones, el encantador de serpientes en la plaza ávido de encontrar alguna víctima a la que posarle una en los hombros. Pero la vida es movimiento y cambio; para llegar a la realidad actual las ciudades, como esta fascinante encrucijada marrakechí, se fueron forjando con gentes llegadas de aquí y de allá, gentes que hablaban lenguas distintas y tenían credos e ideales diferentes. Marrakech asumirá la llegada de turistas escandinavos, británicos o españoles y de jubilados franceses dispuestos a disfrutar de su jubilación en un clima benigno como el de estas áridas llanuras. Para su desdicha, el visitante pasajero, incapaz de entender la lengua local, solo podrá disfrutar superficialmente del espectáculo narrativo de Xemaa El Fna. El reverso: el misterio de la plaza se vuelve aún mayor e indescifrable. 

Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad

Del reconocimiento del que, a buen seguro, se sienten orgullosos los marrakechíes es el de ciudad Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, galardón otorgado por la Unesco el 18 de mayo de 2001. Una concesión que no habría sido posible sin el concurso de dos españoles, Federico Mayor Zaragoza, a la sazón director general de la entidad, y del citado Juan Goytisolo. Goytisolo consiguió en vida el honor de unir su destino tan inextricablemente al de la ciudad ocre a la manera en que lo hicieron escritores como Joyce con Dublín o Pessoa con Lisboa. Marrakech rima con Goytisolo, que hizo de la medina su patria durante más de 20 años de manera ininterrumpida hasta su fallecimiento a los 86 años en la casa –que había sido un hostal anteriormente- en la que vivía con su tribu –formada por su inseparable Abdelhadi y los tres hijos que adoptó y cuyos estudios sufragó— el día 4 de junio de 2017. El autor de ‘La virtudes del pájaro solitario’ había pisado la ciudad en 1976 por vez primera. En 1980 compró su casa. Hasta 1996 vivió a caballo entre París, donde pasaría cuatro décadas, tras su exilio español, y Marrakech, donde se instalaría definitivamente. Acababa de morir su esposa, la escritora y editora Monique Lange. 

En más de una entrevista relataría el premio Cervantes 2014 que la llegada a la ciudad de la Kutubía fue fruto de la casualidad: su idea inicial era haberse instalado en Tánger –por cierto, la biblioteca del Instituto Cervantes de la ciudad del Estrecho, una de las mayores de la red de centros en todo el mundo, lleva su nombre-, pero allí todo el mundo le hablaba en castellano. En cambio, en Marrakech podía practicar el dialecto marroquí del árabe, la dariya, que aprendió a usar dignamente –este que firma este texto tuvo ocasión de escucharlo responder en la lengua magrebí a una pregunta del público en la casa de la cultura de Tetuán en el año 2010- con el paso de los años. Una lengua cuya normalización defendió arduamente y sin apenas legado escrito, aunque a él le bastaba con pasar horas camuflado entre los vecinos de Marrakech para aprenderla de labios de cuentacuentos, encantadores de serpientes y vendedores de brochetas de pollo y frituras. Goytisolo presumía de haber sido el único autor español, junto a su admirado Juan Ruiz, arcipreste de Hita –al que homenajeó en ‘Makbara’-, de haber aprendido el árabe. 

Goytisolo

Para varias generaciones de viajeros, escribientes y mochileros, la visita a Marrakech estuvo ligada a la posibilidad de cruzarse con el autor de ‘Señas de identidad’, 'Juegos de manos' o ‘Reivindicación del conde don Julián’ por los callejones cercanos a la plaza de Xemaa El Fnaa o en alguno de los cafetines del mayor teatro al aire libre y en función permanente del mundo. Como contaba el periodista –y amigo personal de Goytisolo- Javier Valenzuela, el escritor barcelonés se había convertido en un santón al que propios y extraños –muchos de ellos sin haber leído una sola línea de sus libros y artículos- se acercaban a pedir consejo o simplemente saludar. El que firma estas líneas tuvo, como queda dicho, ocasión de conocer a Juan sin tierra -título de una de sus novelas, publicada en 1975- en una conferencia en la ciudad de Tetuán en la que saludaba el despertar árabe de comienzos de la pasada década y hacía una defensa del árabe de Marruecos. En nuestro breve encuentro –solo posible gracias a la amabilidad de la actual directora del Cervantes de Tetuán y a la sazón de Marrakech y amiga de Juan, la profesora Lola López Enamorado- encontré a un Goytisolo quizá excesivamente castigado físicamente para los setenta y muchos que frisaba entonces, pero con un aplomo, carácter y dignidad que nos causaron honda impresión. 

Y es que Goytisolo contribuyó como nadie con sus artículos periodísticos y labor asociativa al descubrimiento del milagro cotidiano de la plaza de Xemaa El Fna, a dar cuenta de su condición de cruce de caminos y gentes, del extraordinario uso del espacio público y, de manera decisiva, a detener alguna barbarie urbanística planeada por las autoridades locales. Dejemos que Juan sea el que describa el espectáculo de antes y ahora (note el lector el estilo experimental de la prosa del escritor barcelonés en este fragmento sacado de su novela ‘Makbara’): “ágora, representación teatral, punto de convergencia: espacio abierto y plural, vasto ejido de ideas
campesinos, pastores, áscaris, comerciantes, chalanes venidos de las centrales de autocares, estaciones de taxis, paradas de coches de alquiler somnolientos: amalgamados en una masa ociosa, absortos en la contemplación del ajetreo cotidiano, acogidos a la licencia y desenfado del ámbito, en continuo, veleidoso movimiento: contacto inmediato entre desconocidos, olvido de las coacciones sociales, identificación en la plegaria y la risa, suspensión temporal de jerarquías, gozosa igualdad de los cuerpos”.

Plaza Xemaa

En efecto, Goytisolo devino personaje -condición que siempre repudió; él no quería sino ser persona-, algo que no siempre favorece entre los escritores que su obra sea más leída. Pero Juan se convirtió en la representación del mestizaje, de la mezcla con el distinto, del amor al otro, del rechazo al tribalismo y a toda forma de nacionalismo; en puente, en fin, entre las dos orillas del Mediterráneo, por extensión entre Oriente y Occidente. Lo fue ya en vida, y creemos que lo aceptó con templada felicidad. Y Marrakech, su última morada, la de la plenitud, la ciudad que le hizo feliz y donde se sintió querido después de haber gozado también en París o Nueva York, recoge feliz su condición. El laberinto es la patria de los que dudan, dijo Walter Benjamin, y así fue en el caso del heterodoxo Goytisolo.

A pesar de que más de una guía intentó incluir la casa de Juan y su prole en su catálogo de atractivos turísticos marrakechíes, aquello nunca acabó produciéndose para felicidad del escritor. Nadie supo exactamente detrás de cuál de aquellos austeros muros de la medina ocre se encontraba el refugio de Juan sin tierra, con su patio, su fuente, sus azulejos, sus limoneros y sus tortugas. Nosotros hemos llegado a la ciudad en esta tarde de finales de enero, tras una larga y no siempre cómoda ruta desde Casablanca en tren. El ‘petit taxi’ -que aquí es de color beige, en un guiño al ocre predominante- nos lleva a la ciudad vieja y en el camino divisamos los bellos jardines de la Menara, que vieron la luz marrakechí en el siglo XI gracias al impulso del califa almohade Abd al-Mumin. El contraste entre el olivar domesticado y el telón de fondo de la imponente cordillera del Atlas, con sus cumbres nevadas, nos deja embobados. Venimos de tierra olivarera, pero la sencillez y el orden de la Menara nos provoca envidia. Solo recordamos un ejemplo parecido en nuestro entorno: los coquetos jardines de la Buhaira -valga el tautopónimo, pues ‘buhaira’ ya significa ‘jardín’ en árabe- en la ciudad de Sevilla, espacio felizmente recuperado hace unos pocos años en una zona escasa de verde. 

La ciudad de todos los tonos de ocre nos ha recibido con la misma animación de siempre. El contraste entre la vida medinera, con su colorido insalubre y su fantástico caos, su miseria y su misterio, y la de la ciudad nueva y su aparente orden, con y sus casinos y discotecas y sus adosados con piscina, y sus rotondas con fuentes y olivos, y sus palmerales es cada vez mayor. En ninguna ciudad marroquí como en Marrakech -de la cual deriva el topónimo del país en nuestra lengua- se da tanto contraste entre la pobreza de la periferia y el lujo de las urbanizaciones destinadas a las clases pudientes de marroquíes y extranjeros adinerados. A pesar de los pesares, estamos muy felices en Marrakech. El espectáculo es inacabable. La medina no se acaba nunca. Marruecos tampoco. 

Xemaa El Fna

Así que nosotros, cantando bajito para no molestar a los últimos juglares de la plaza antes de que se vayan con su música a otra parte, nos retiramos en busca de un lugar donde descansar en uno de los hostales del entorno de la medina. Aquí preferimos evitar Booking o la Lonely y optar por el boca a boca en el primer puesto de zumo de naranjas –que aquí, a diferencia de lo que ocurre en las medinas de Rabat o Fez, los jugos se aguan porque con el turista guiri cuela- y un par de jóvenes ociosos nos llevan hasta el hostal Madrid, donde pernoctar cuesta lo que un par de cafés en la capital de España. El interior del hotelito es espartano. Contrasta con el estilo ‘miliunanochesco’ de los riads de la medina, con sus techos de fantasía, los baños de ‘tadelakt’ -técnica de estucado propia de la región marrakechí-  y su olor a jazmín y azahar. ¿Volver a Xemaa El Fna? Por supuesto. Estamos deseando medinear -hallazgo léxico de Juan permanentenente en los labios de los españoles que viven en Marruecos  y perdernos por el dédalo de sus callejas. Goytisolo, quién si no, nos recomienda cómo acercarnos a esta plaza (“no hay por donde cogerla”, decía):  “Hay que pasear lentamente sin la esclavitud del horario siguiendo la mudable inspiración del gentío: viajero en un mundo móvil y errático adaptado al ritmo de los demás en gracioso y feraz nomadismo: aguja sutil en medio del pajar: perdido en un maremágnum de olores, sensaciones, imágenes, múltiples vibraciones acústicas: corte esplendente de un reino de locos y charlatanes: utopía paupérrima de igualdad y licencia absolutas: trazumar de corro en corro como quien cambia de pasto: en el espacio neutral de caótica, delirante estereofonía: panderetas, guitarras, tambores, rabeles, pregones, discursos, azoras, chillidos, colectividad fraterna que ignora el asilo, el gueto, la marginación”. Desde la habitación distinguimos las carcajadas de un grupo de adultos que bebe té y fuma en la calle y nos llega el aroma de una parrilla donde se asa carne picada. La ciudad dormita y nosotros ya soñamos con hacerla nuestra mañana.