Nos adentramos en una de las cámaras de tortura, que el Kremlin utilizaba contra la población civil de las ciudades que tuvo ocupadas en el este de Ucrania, junto con un joven que fue torturado allí durante 46 días

Dentro de las cámaras de tortura rusas: electroshocks, asfixia y golpes contra la pared

PHOTO/MARIA SENOVILLA - Una de las estancias de la cámara de tortura rusa hallada en Balakliya (Járkiv) donde los detenidos podían pasar días o semanas en unas condiciones de salubridad lamentables

Hace dos semanas que el Ejército ucraniano logró reconquistar 380 pueblos y ciudades de la provincia de Járkiv. Todo el este y el sur. Más de 2.000 kilómetros cuadrados de terreno. 150.000 personas que volvían a ser libres en su propio país, Ucrania. Y precisamente estos residentes, que soportaron seis meses de ocupación rusa y carencias, comienzan a dar su testimonio de lo que padecieron bajo el yugo del Kremlin.  

“Mi hermana y su marido estuvieron 9 días detenidos. Les golpearon y les dieron descargas eléctricas, muchas descargas eléctricas. Fueron a buscarlos a casa, y los llevaron a la comisaría. Allí es donde torturaban a la gente. Está a unos metros, en esta misma calle, nada más pasar esos dos edificios de apartamentos”, explica Inna, mientras señala unos bloques de apartamentos.

El marido de Inna tiene un puesto de café en el mercado central de Balakliya, aunque llevan tres semanas sin electricidad y en estos momentos sólo pueden vender café soluble que mezclan con el agua hirviendo de un termo. Pero la electricidad es lo de menos ahora: ya no hay rusos en Balakliya, y sólo sienten alivio. Aunque no tengan luz.

Durante la ocupación, los soldados rusos estaban en contacto con los lugareños. No se quedaron al margen. Ellos vigilaban los lugares de trabajo. Estaban por todas partes, no había un sólo patio en el que no hubiera algún soldado ruso. Y tenías que tratar en buenos términos con ellos, porque si los hablabas mal te podían detener sin motivo y llevarte a la comisaría. Y todos lo sabíamos lo que hacían allí”, prosigue.

La hermana de Inna, Marina, y su cuñado, Víctor, no pudieron ver cómo liberaban la ciudad el pasado 11 de septiembre. Tuvieron que irse de Balakliya después de ser torturados. “Mi hermana sé que quedó muy mal, no podía dormir ni comer, ni salir a la calle. Todo le traía recuerdos de aquello”. 

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Para irse de la ciudad, en plena ocupación, tuvieron que viajar primero hasta Kupiansk y luego hasta la frontera con Rusia. Les dejaron cruzar sin problema. Después continuaron hasta Letonia, y desde allí llegaron finalmente a Irlanda, donde se encuentran en calidad de refugiados. “Marina está ahora mejor… con medicación”, sentencia Inna. 

Con un saco de plástico en la cabeza 

Las calles de Balakliya vuelven poco a poco a la vida, aunque hay mucha necesidad. La gente se arremolina alrededor de los coches que llegan con ayuda humanitaria desde Lozovaya y otras localidades. También llevan víveres en el tren, desde Járkiv capital. Los operarios han reconstruido en tiempo record los puentes y los tramos ferroviarios que quedaron destrozados durante los 200 días de combates y bombardeos que allí se libraron.

Pero va a llevar mucho más tiempo reconstruir las almas de la gente y curar las heridas que no se ven, las que ha dejado el miedo y la guerra psicológica a la que les sometieron los soldados rusos. Un terror que se puede sentir al recorrer cada una de las estancias de la comisaría de Balaklia, usada como cámara de tortura por el Ejército del Kremlin.

Adentrarse en este lugar es una de las experiencias más perturbadoras que se pueden imaginar. Las señales de lo que allí sucedió durante más de seis meses están presentes en cada rincón, y el hedor es insoportable.

Cuesta creer que Artem, de 32 años, sobreviviera a las torturas rusas durante 46 días seguidos. Pero con una entereza digna de admiración, nos guía por cada una de las estancias de la comisaría de Balakliya y nos explica lo que allí sucedió.   

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No sabe cuántos soldados había en aquel lugar, porque siempre le llevaban de una estancia a otra con un saco de plástico en la cabeza. “Podía haber 10 o 100, nunca lo sabré”, dice. Tampoco sabrá nunca por qué le detuvieron ni por qué le torturaron durante 46 días. No tiene relación con el Ejército ucraniano, ni desempeña un cargo político. “Soy un obrero ordinario, trabajaba como vendedor en una cadena de supermercados que vendía materiales de construcción –aclara–, y ellos nunca me dijeron por qué me tenían allí”.  

A los detenidos los mantenían hacinados en pequeñas celdas, sin ventilación, que estaban en el piso de abajo. Podían pasar allí días o semanas. Incomunicados con sus familias, las cuales vivían en la distancia la angustia de no saber si sus seres queridos estaban vivos o muertos. Al entrar en los cubículos, el olor te da una bofetada de realidad que casi marea. Nadie limpiaba las instalaciones, y obligaban a los detenidos a convivir con la suciedad.

En el piso de arriba, donde estaban los despachos de los policías, es donde les interrogaban. “Entraban a la celda y te ponían la bolsa de plástico en la cabeza, y ya sabías lo que iba a pasar”, relata Artem. Lo que pasaba era que comenzaba la sesión de electroshocks, humillaciones y golpes.

“Esto lo hacían con nuestras cabezas”, dice tocando un boquete que hay en la pared de uno de los despachos. Al fijar la vista ahí, ves que no hay un boquete, hay decenas. Los cables con los que suministraban las descargas eléctricas también están esparcidos por el suelo. Junto con prendas de ropa, que probablemente les arrancarían durante las sesiones de tortura.

Control absoluto de la población civil

Hasta el momento, se han encontrado diez cámaras de tortura rusa en las ciudades liberadas de Járkiv. Junto a Balakliya, la ciudad de Izyum es otra de las que han vivido el terror en primera persona. Y donde más evidencias se han encontrado. Además de cámaras de tortura, se descubrió un lugar de enterramiento masivo que conmocionó a toda Ucrania.

De este cementerio improvisado en Izyum –donde había varias fosas comunes, además de cientos de tumbas sin identificar–, se han exhumado ya 447 cuerpos. Y más de una treintena tenían signos de tortura.

“A muchos de los muertos les faltan extremidades, otros tenían las manos atadas, heridas de metralla, lesiones en la cabeza y el pecho, genitales mutilados o castrados, fractura de costillas, heridas de arma blanca, heridas de bala penetrante, y se han encontrado también cadáveres con cuerdas en el cuello”, detallaba este mismo fin de semana el investigador jefe de la Policía de Járkiv, Sergey Bolvinov. 

La ONU ya ha declarado oficialmente que Rusia ha cometido crímenes de guerra en Ucrania, y sólo están empezando a salir a la luz los testimonios. En todos los pueblos liberados que ha recorrido Atalayar –Izyum, Balakliya, Shechenkove, Martove, Cherkasy…– se repiten las mismas historias: abuso de poder por parte de los soldados rusos, saqueos en las casas, detenciones en mitad de la calle, control de pasaportes y teléfonos móviles, y un largo de etcétera de condiciones que hacían la vida insoportable. 

Anexionar los territorios ocupados 

Con estas evidencias sobre la mesa, es fácil imaginar la presión psicológica y el miedo constante con el que continúan viviendo hoy los ucranianos de las zonas que siguen ocupadas por el Ejército del Kremlin en Ucrania. Lugares como Jersón, Zaporiyia, Lugansk y buena parte de Donetsk, donde en estos momentos se están celebrando referéndums para preguntar a los ciudadanos –torturados y atemorizados– si quieren anexionarse oficialmente a Rusia. 

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Los referéndums no cuentan con observadores internacionales, y el proceso sólo ha sido reconocido por los Gobiernos de Corea del Norte, Siria y las regiones separatistas de Osetia del Sur y Abjasia, además de Rusia.  

El presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, ya han manifestado que no van a reconocer como válidos los resultados; y otros líderes internacionales, como líder de EEUU, también han emitido comunicados al respecto. Biden aseguraba que “Estados Unidos nunca reconocerá el territorio ucraniano como otra cosa que no sea parte de Ucrania”.  

Referéndums a punta de Kalashnikov 

Las votaciones comenzaron el día 23, y se prolongarán hasta el 27. Pero los vídeos que están circulando por la red, donde puede verse cómo está siendo el proceso de votación, dejan sin palabras.  

Los colaboracionistas rusos que se encargan de organizar los comicios van casa por casa recogiendo los votos. Lo hacen en parejas, uno lleva la urna de plástico con las papeletas y otro el listado de nombres y direcciones. Y están escoltados en todo momento por otros dos soldados rusos –armados hasta los dientes–, que observan incluso cómo rellenan la papeleta los ucranianos en el interior de sus domicilios, donde son sorprendidos por este peculiar comité electoral.  

En diversos canales de Telegram, por los que se están difundiendo cada vez más vídeos y testimonios, se habla, además, de que algunas personas han recibido la visita hasta en dos ocasiones. Y aunque han explicado que ya habían votado, les han obligado a depositar su voto en la urna. Otra vez. 

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Una escena dantesca que plasma a la perfección la falta de garantías y de credibilidad de unos referéndums que no tienen validez ninguna, y que sólo buscan dar nuevos argumentos al Kremlin, que a partir ahora alegará que Ucrania está atacando territorio ruso para continuar con su campaña bélica.  

Al igual que la excusa inicial de que estaban invadiendo Ucrania para “limpiarla de nazis”, esta también caerá por su propio peso. Y más ahora, en un momento en el que la comunidad internacional está más preocupada por la crisis energética y alimentaria que ha desatado Putin, que, por amenazas de pulsar el botón nuclear, y países como China –el más importante de los socios de Rusia– empieza a mostrarse molesto con la continuidad de un conflicto armado que está poniendo el mundo del revés.  

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